Hay que prohibir los móviles hasta los 16 años

EL PAÍS

FRANCISCO VILLAR

Como psicólogo clínico, me dedico desde hace 10 años a la atención directa de familias con hijos menores de 18 años que deciden acabar con su vida o lo intentan. En estos años he sido testigo de cómo han aumentado los recursos para la atención de las personas en riesgo de suicidio —el desarrollo de múltiples planes de prevención del suicidio, la creación del número 024 para evitarlos, la apertura de asociaciones de supervivientes…— y a la vez he visto cómo todos estos esfuerzos han sido triturados: asumimos unas cifras cada vez más preocupantes. Como coordinador del Programa de Atención a la Conducta Suicida del Menor del Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona, lo sé bien: en nuestras urgencias hemos pasado de atender 250 episodios de conducta suicida (ideación, amenazas, gestos y tentativas) en 2014 a 1.000 episodios en 2022.

En los últimos años, ante la pregunta de cómo era posible que un menor llegue al extremo de decidir acabar con su propia vida, de forma creciente ha ido apareciendo la influencia de las pantallas. No, las pantallas no han inventado el suicidio, no son responsables de que este exista. Pero, en la infancia y la adolescencia, sí parecen ser, en parte, uno de los factores responsables de su incremento, de la mano del aumento del malestar de los adolescentes, de las nuevas violencias a las que se ven expuestos, y también, y muy importante, de la pérdida de habilidades para afrontar la vida. Así, mientras la prevención del suicidio consiste en dotar a los menores de estrategias para hacer del mundo un lugar habitable, a muchos de ellos las pantallas los vacían de herramientas, les restan oportunidades para adquirir dichas habilidades. Y esta es, a mi juicio, la causa oculta.

Francisco Villar, psicólogo: “Los adolescentes se suicidan por lo mismo de antes, pero ahora las redes les asfixian la vida”

En mi despacho he ido oyendo a estos chicos y chicas con atención. Refieren situaciones de ciberacoso, agresiones sexuales empeoradas con la humillación de ser grabadas y compartidas, la influencia que ejerce en ellos la infinidad de perfiles en las redes sociales que alientan al suicidio. Afloró una realidad más profunda: ahora llegan con mayores sentimientos de vacío, con una actitud totalmente pasiva ante el mundo, incapaces de hacer propuestas a sus situaciones, esperando una suerte de solución mágica externa, además de su desvitalización, su falta de ganas de vivir, de hambre de experiencias nuevas, saturados de fuegos artificiales sin sentido, sin contenido, sin narrativa.

Parte de las causas han sido ya descritas en estudios científicos y en ensayos. La lectura de La fábrica de cretinos digitales (Península, 2020), de Michel Desmuget —doctor en neurociencia y director en el Instituto Nacional de la Salud y la Investigación Médica de Francia—, me abrió más de 1.082 referencias bibliográficas que arrojaron luz sobre mi día a día. Un informe (Increases in Depressive Symptoms, Suicide-Related Outcomes, and Suicide Rates Among U.S. Adolescents After 2010 [Aumento en los síntomas depresivos en los resultados relacionados con el suicidio entre los adolescentes estadounidenses tras 2010], con datos de medio millón de adolescentes de entre los 13 y los 18 años, dirigido por Jean M. Twenge, psicóloga de la Universidad de San Diego, concluyó que los adolescentes que pasan más tiempo ante pantallas tienen más probabilidad de desarrollar problemas de salud mental importantes que los que dedican más a otras actividades.

La mayoría (el 57%) de las chicas adolescentes de EE UU refieren tener sentimientos de desesperanza y tristeza (Center for Disease Control and Prevention, 2021). La prevalencia de la ideación suicida ha ido aumentando en EE UU entre 2008 y 2019, pasando del 9,2% al 18%, según varios estudios (Suicide and suicide behaviour [suicidio y comportamiento suicida], Nock et al, 2008; Global Lifetime and 12-Month Prevalence of Suicidal Behavior in Children and Adolescents between 1989 and 2018: A Meta-Analysis [Prevalencia del comportamiento suicida en niños y adolescentes entre 1989 y 2018: un metaanálisis], Lim et al, 2019). En España, el 48,9% de los jóvenes han pensado alguna vez en suicidarse, frente a un 47% que no lo ha pensado nunca, tal y como publicó el Barómetro Juvenil sobre Salud y Bienestar 2023, elaborado por la FAD y la Fundación Mutua Madrileña, en el Día Internacional de la Salud Mental.

¿Y cómo impactan las pantallas en los más pequeños? Algunos presentan retrasos en su neurodesarrollo, como ha detectado l’Associació Catalana de Llars d’Infants, la asociación más importante de guarderías de Cataluña, en una encuesta desarrollada entre 110 guarderías y publicada el pasado 13 de octubre. El 80% de los centros educativos encuestados detectó una correlación entre el número de niños con un nivel de retraso global y su sobreexposición a las pantallas, en aumento curso tras curso. Quiero destacar algo que señala esta encuesta: que cuando los padres, alertados por los centros, les retiran las pantallas a los pequeños (para comer, en el coche…), estos mejoran. Es decir, si se rectifica pronto, el daño se minimiza.

El tiempo frente a la pantalla puede afectar a la capacidad de los menores para desarrollarse de manera óptima, confirma un estudio (Asociación entre el tiempo frente a la pantalla y el desempeño de los niños en la valoración de su desarrollo, 2019) publicado por JAMA, una revista médica estadounidense, con datos de 2.500 menores de entre un año y año y medio.

Siete de cada 10 niños españoles de entre 6 y 12 años comen con una pantalla o un dispositivo táctil delante, según datos de 2016 de la Sociedad Española de Pediatría Extrahospitalaria y Atención Primaria, que destaca los problemas alimentarios —sobrepeso u obesidad— que eso acarrea. Por mi experiencia, los procesos internos de negociación, de gestión emocional, de tolerancia a la frustración que está teniendo que poner en práctica un niño que está sentado delante de un plato —sin querer estar ahí— y siguiendo la indicación de un adulto son esenciales para la vida adulta. Por no hablar de la importancia de ser consciente del propio acto de la alimentación, y de la capacidad narrativa de las pequeñas cosas, una actividad con un inicio, un desarrollo y un fin. Ni qué decir tiene el de la tolerancia a la espera, que en terapia requiere de un proceso de entrenamiento en el que al niño se le ponen unos tiempos de espera que incrementan de forma progresiva, primero entrenando a aguantar cinco minutos, luego 10… Sí, hay habilidades que hay que entrenar, y qué mejor entrenamiento del tiempo de espera que un trayecto en coche o en transporte público, aquellos “¿cuándo llegamos? ¿Cuánto falta?” sin fin.

No, la pantalla no es un recurso para que el niño coma, tampoco para que el niño vaya entretenido en un viaje de coche, la pantalla es una interferencia en el desarrollo de los propios recursos para tolerar la vida cotidiana. Lo mismo sucede con el aburrimiento, gran fuente de imaginación y motor de la creatividad. La pantalla no es un recurso para que el niño no se aburra, es la mejor forma de incapacitar el desarrollo de sus propios recursos y el mayor enemigo de la imaginación.

Una encuesta ‘online’ de GAD3 estimó en un 20% los niños españoles menores de 10 años con ‘smartphone”

La incorporación de un elemento tan poderoso como son las pantallas en la vida de nuestros menores se ha realizado sin cuestionamiento, sin la pregunta elemental: ¿para qué? Alguien ingenuo y bien pensado podría creer que las Bigtech están en una contienda desmedida entre ellas, que compiten por el excedente conductual en la era del capitalismo de la vigilancia que nos señala la socióloga estadounidense Shoshana Zuboff. Que lo hacen a tal velocidad que les impide hacer estudios para analizar las consecuencias de sus innovaciones. En El valor de la atención (Península, 2023), el divulgador escocés Johann Hari entrevistó a importantes desarrolladores de Silicon Valley que han sido incapaces de seguir en el negocio. Algunos incluso se enfrentaron a sus compañeros. Pero se volvieron a engañar, no se enfrentaban a estos, se enfrentaban a la culpa por lo que habían estado haciendo, se enfrentaban a su yo del pasado.

Steve Jobs prohibía las pantallas a sus hijos, según le contó al periodista de The New York Times Nick Bilton. También es de dominio público que en muchas escuelas de Silicon Valley los menores tienen acceso a pizarras y tizas, no a pantallas. No parece muy ético hacer negocio con algo que cada vez más estudios afirman puede provocar daños a los niños. Tampoco lo es justificarse culpando a los otros padres, tachándolos de irresponsables, ignorantes e incompetentes, en una suerte de argumento lógico/siniestro de, “yo protejo a los míos, que los demás protejan a los suyos”.

No hay nada más simple que considerar que los dispositivos son algo simple. Subestimar su reconocido poder y su potencial de penetración e interferencia en diferentes ámbitos de lo humano. No, las pantallas no son una explicación simple al incremento del malestar detectado en nuestros menores. Como hemos visto, interfieren en el desarrollo de sus habilidades durante la primera infancia y la adolescencia. Y a esos menores con menos recursos para poder afrontar la vida, los sometemos a unos riesgos inconmensurables; los exponemos a imágenes de éxitos inalcanzables, a la comparación constante, a la propaganda y la manipulación de grupos radicales, con exposiciones tempranas a escenas de violencia y de sexo, o de ambas a la vez, con mayor riesgo de perpetrar violencia contra los otros y contra sí mismos, y con mayor tendencia a exponerse a situaciones de victimización.

La adolescencia es una etapa difícil y eso no parece que vaya a cambiar, evolutivamente ha de ser así. Pero ahora la evidencia científica también relaciona el aumento desmesurado de ese malestar con el abuso de las pantallas. Y lo evidente es que no estamos respondiendo como corresponde. Es sangrante que sigamos dejando o deseando de forma pasiva que se regule solo. Más cuando las horas que pasan nuestros menores ante las pantallas no dejan de aumentar (la pandemia jugó su papel en esta tendencia), estimándose en 9 horas diarias en menores de entre 11 y 14 años en Estados Unidos y en tres horas diarias en menores de dos años (Tecnología en la educación: ¿una herramienta en los términos de quién?, UNESCO, 2023). Lo mismo ocurre con la edad de acceso al primer dispositivo, que en algunos entornos sucede cada vez antes. Muchos menores lo reciben como regalo de comunión (a los nueve años). Una encuesta online de la empresa de investigación GAD3 estimó en un 20% los niños españoles menores de 10 años con teléfono móvil.

Simples son los argumentos que se han utilizado para acceder a nuestros hijos. Como, por ejemplo, que las pantallas son, o pueden ser, un recurso para niños y adolescentes, que las van a necesitar para progresar. Esta afirmación no puede resultar más atractiva para los padres, aportadores de recursos por excelencia, pero la infancia y la adolescencia son dos etapas de desarrollo continuado de la persona en las cuales son mucho más importantes las oportunidades para desarrollar los propios recursos que los recursos externos. Cualquier ayuda o recurso que pretenda facilitar los retos propios de la infancia o la adolescencia puede tener el grave potencial de incapacitar a la persona para el desarrollo de dicha habilidad. ¿En qué momento se ha pensado que el gran enemigo del aprendizaje, la distracción, puede mejorar el rendimiento académico? ¿Que la mejor forma de aprender es no ser consciente del proceso de aprendizaje? ¿Cómo voy a saber cómo afrontar el siguiente aprendizaje?

Durante la infancia y la adolescencia, las pantallas no favorecen la comunicación ni la amistad ni las relaciones”

En el ámbito de las relaciones, el funcionamiento es exactamente el mismo. Nos han vendido las pantallas como un recurso para socializar y relacionarnos. Además, han tenido la habilidad de decir que cuando estamos mirando una pantalla estamos conectados. Otra obra brillante de la ingeniería de la publicidad. Resulta que cuando yo pierdo de vista a mis padres durante la infancia, cuando pierdo de vista a mis hermanos y amigos, cuando la punta de mi dedo toca una fría pantalla, estoy más conectado que cuando toco otras manos, una piel. Estoy más conectado cuando miro una pantalla que cuando cruzo una mirada. No, en la infancia y la adolescencia, las pantallas no favorecen la comunicación ni la amistad ni las relaciones familiares.

Gracias a la valentía de los directores de varios centros escolares, hemos observado que lo único que pasa cuando le quitas el móvil a un grupo de menores es que la vida se abre camino, y brota con fuerza la interacción, el movimiento y el conflicto visible. Durante la infancia y la adolescencia, todo el tiempo que se pasa mirando una pantalla, es tiempo perdido de oportunidad de desarrollo de habilidades sociales, de pérdida de desarrollo empático.

Hay una manera de prevenir el suicidio en la infancia y la adolescencia que necesita pocos recursos. La mejor intervención, desde mi punto de vista, no es otra que la prohibición de los móviles hasta los 16 años, con una regulación de uso restrictiva entre los 16 y los 18. Un niño antes de los seis años no debería tener nunca acceso a una pantalla, y a partir de esa edad una exposición máxima de media hora diaria. Nunca antes de ir al colegio, nunca al menos dos horas antes de dormir, nunca en modo multitarea (comer, viajar, hacer las tareas…). Por mi parte, he limpiado mi casa de las pantallas que habían estado disponibles para que mis hijos pudieran ver La patrulla canina en inglés con el argumento de que hicieran oído. Qué equivocado estaba.