EL PAÍS
ENRIQUE ALPAÑÉS
Madrid – Vivimos rodeados de pantallas, pero ¿a qué edad hay que empezar a normalizar su uso? Un reciente estudio sugiere que habría que limitarlas, al menos, durante el primer año de vida. El estudio fue realizado en más de 7.000 bebés y sus respectivas madres, y concluyó que un mayor tiempo de pantalla se asocia con retrasos en el desarrollo de la comunicación y la resolución de problemas en los años siguientes.
A mayor exposición, más evidentes son los resultados. Así, más de cuatro horas de pantalla al día se asociaron con retrasos en el desarrollo de la comunicación y la resolución de problemas en las edades de dos y cuatro años. El estudio, que acaban de publicar en la revista científica JAMA científicos de la Universidad de Sendai (Japón), no llega a afirmar que las pantallas sean responsables directas de este retraso que, en cualquier caso, tiende a difuminarse a partir de los cuatro años.
Sin embargo, estos resultados vienen a confirmar investigaciones anteriores, que muestran una relación entre el tiempo que pasan los más pequeños frente a la pantalla con su posterior desarrollo. En 2019, ante la evidencia científica, la Organización Mundial de la Salud (OMS) señaló que los bebés menores de un año deberían evitar por completo televisión, videojuegos, móviles y tabletas, mientras que los niños de entre dos y cinco no deberían consumir más de una hora al día.
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La teoría científica es bien clara, pero llevarla a la práctica es más complicado. Muchos padres utilizan las pantallas para distraer a los niños pequeños mientras intentan gestionar su vida. Y funciona. Las pantallas están siempre a mano, son una forma de ocio relativamente económica y capturan la atención de los niños como casi ninguna otra cosa lo hace, permitiendo a los padres un pequeño respiro. Todo esto hace difícil prescindir completamente de ellas a la hora de criar a un niño. Solo uno de cada cuatro menores de dos años cumple con los estándares de la OMS, según un metaanálisis de 95 estudios.
“A menudo las pantallas se convierten en cuidadoras y cubren el espacio al que no llegan las familias, muchas de ellas sin que sean conscientes de esas consecuencias negativas”, explica Diana Oliver, autora del ensayo Maternidades precarias. Oliver critica, por un lado, el abuso que hacemos de pantallas a la hora de criar. “Es una forma de que no se note su presencia (de qué no sean niños al fin y al cabo) y de qué no molesten”, opina en un intercambio de mensajes. Pero a la vez descarga el problema individual y lo engloba en un contexto social. “Deberíamos preguntarnos de qué condiciones disponemos para criar”, lamenta.
El estudio de la Universidad de Sendai analiza también los condicionantes sociales, llegando a la conclusión de que son cruciales. “Las madres de niños con altos niveles de tiempo frente a la pantalla se caracterizaban por ser más jóvenes y tener unos ingresos familiares más bajos”, reza entre sus conclusiones. El nivel educativo o la depresión postparto también son factores que pueden disparar el uso de pantallas, señala. Criarse delante del televisor, o del móvil, en el fondo, es una cuestión de clase.
Dos décadas de convivencia con pantallas
Hace apenas 20 años la única pantalla que presidía una casa media era la televisión, en algunos casos un ordenador de sobremesa. Pero desde entonces la explosión tecnológica de móviles, tabletas y consolas ha hecho que su presencia sea casi ubicua. Los neurocientíficos empezaron a estudiar el impacto de las pantallas en los cerebros de los bebés hace unos años, intentando combatir o justificar los miedos y prejuicios con datos. El problema es que muchos de estos estudios analizaron las pantallas de forma genérica, sin diferenciar entre un vídeo educativo, una videollamada con un familiar o un chorro de clips virales de TikTok.
El estudio presente tampoco ha tenido en cuenta el contenido que consumen los bebés, pero puntualiza, señalando análisis anteriores, que ciertos vídeos pueden tener un aspecto educativo. “De hecho, un metaanálisis anterior demostró que un mayor uso [en general] de las pantallas estaba asociado con una disminución de las habilidades lingüísticas, mientras que el tiempo de pantalla dedicado a programas educativos se relacionaba con un aumento de estas habilidades”, señala el estudio.
Las pantallas llevan poco tiempo entre nosotros y los neurocientíficos aún no tienen todas las respuestas. Lo que parece evidente es que las experiencias físicas y humanas son las que ayudan a mejorar las habilidades sociales y cognitivas de los niños. Las pantallas pueden ser un cómodo sucedáneo de estas experiencias, pero no tienen el mismo efecto. Así lo explicaba Patricia Kuhl, codirectora del Instituto de Aprendizaje y Ciencias del Cerebro de la Universidad de Washington, en un estudio de Unicef: “Lo que hemos descubierto es que los bebés de menos de un año, no aprenden de una pantalla. Aunque les enseñes vídeos cautivadores, la diferencia en el aprendizaje es extraordinaria. Obtienes un aprendizaje genial de un ser humano vivo, y obtienes cero aprendizaje de una máquina”.