EL PAÍS
PABLO FERRI
Hemos perdido. Vivimos en la derrota desde hace años. Las estadísticas de la violencia, los detalles, disfrazan el escenario y amparan una sensación de control absolutamente falsa. No hay guerra entre cárteles que valga, ni ajustes de cuentas. No hay daños colaterales, ni malos pasos, ni listados de ningún tipo que reflejen siquiera un trozo de verdad. ¿La suma de asesinatos explica la crueldad? No, pero tranquiliza, transmite acción, la existencia de una estrategia, la promesa de que todo cambiará.
Desde luego, las cosas cambian. Asesinos despiadados ensayan cada día nuevas formas de crueldad, como la vista estos días en Lagos de Moreno, Jalisco. Burócratas del crimen acumulan cuerpos hechos pedazos en congeladores, como vimos el lunes en Poza Rica, Veracruz. Siempre un paso más allá, el más difícil todavía, geógrafos del horror, dedicados cartógrafos del infierno. La gente quiere saber por qué, claro. Cualquier respuesta funciona porque el motivo es lo de menos, en el fondo. Lo que sea menos el vacío. Porque el vacío es un enorme espejo que muestra el miedo que nos corroe.
“No enfrentamos un problema de seguridad, enfrentamos la barbarie”, decía este miércoles el académico Ernesto López Portillo, en un foro sobre violencia, construcción de paz y seguridad ciudadana. Tiene razón. Las palabras son importantes. Seguridad es una palabra de algodón, aséptica. Tranquiliza. Un problema de seguridad puede resolverse, pero, ¿la barbarie? Tiemblo al pensar que mañana o pasado, alguno de los que mandan proyecte un par de gráficas y una hoja de cálculo, para demostrar lo absurdo: los homicidios van a la baja.
México no cuenta asesinatos, cuenta masacres. La crudeza de lo que vemos exige fantasías. Mirar al sol de cara te deja ciego. La fantasía mayor, la más longeva, coloca al otro en un lugar cada vez más alejado, provocando el propio aislamiento. Eso no puede pasarme a mí, los muertos son otros, las familias que lloran son otras, los desaparecidos son otros, los muchachos obligados a matar a sus amigos no son mis hijos. Además, en algo andarían. ¿Se acuerdan de los niños muertos de Villas de Salvarcar y la respuesta que dio Calderón? Pues eso.
En Los Muertos Indóciles, Cristina Rivera Garza cita un concepto de la pensadora italiana Adriana Cavarero, el horrorismo contemporáneo, “formas de violencia espectacular y extrema que no solo atentan contra la vida humana, sino además -y acaso sobre todo- contra la condición humana”. Hemos aceptado de todo, calculando la gravedad de cada caso a golpe de like, aceptando las explicaciones y los cauces del poder. Y, ¿para qué? Debajo de todo aquello no había nada. Y los argumentos cada vez suenan más absurdos, ridículos.
En el mismo foro que López Portillo, el académico Pietro Amaglio, veterano del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, que denunciaba el espanto ya hace más de diez años, hablaba de un “estado de guerra masivo y selectivo”. Masivo, por los números, los más de 110.000 desaparecidos, los cientos de miles de asesinados estos años, los desplazados, etcétera. Selectivo porque en medio de la tormenta, eliminan a la resistencia, activistas, defensores de bosques, de mariposas, de agua, de tierra, periodistas… Amaglio señalaba la necesidad de resistir, de hacerlo de una manera proporcional a los golpes. Pero, ¿qué es proporcional a la barbarie? No basta con marchar, pero, ¿qué hay que hacer?
Son ya más de 15 años de violencia extrema. Las experiencias de resistencia se agotan. Las manifestaciones en protesta por casos concretos, exigiendo justicia, exhiben las incapacidades institucionales para todo lo que no sea ocultar. El teatro de la investigación y la rendición de cuentas echa pulsos con la desesperación de los que salen a la calle. La burocracia fagocita y divide experiencias activas de desobediencia civil, como las de las madres buscadoras. Es difícil ser optimista, tener algo de esperanza. Rivera Garza dice que no es tanto la esperanza, como ser terco. Seamos tercos entonces.