Dentro de la cárcel con el zapoteco Pablo López Alavez, 13 años preso por un crimen que no cometió: “Espero que mi voz llegue a los oídos de López Obrador”

EL PAÍS

ALEJANDRO SANTOS CID

Cárcel de Villa de Etla (Oaxaca) – 31 JUL 2023. Todos los presos del Sector C de la cárcel de Villa de Etla siguen con la mirada al fotógrafo que retrata al recluso de la celda 13. Nadie habla en la galería. El único sonido que se escucha procede de una televisión que, en medio del pasillo, retransmite un programa del corazón que hasta hace un minuto era el principal estímulo del día. Recostados en la barandilla de la segunda planta o en bancos a las puertas de cada habitáculo, las decenas de ojos no pierden detalle del click de la cámara.

Pablo López Alavez posa con gesto hierático en el interior de la celda de cemento gris que comparte con otros cuatro condenados, una de las últimas mañanas de julio. Acaba de terminar una entrevista con EL PAÍS en la que ha explicado su historia: la de un indígena zapoteco de las montañas de Oaxaca perseguido por su defensa férrea de la tierra y el agua, sentenciado a 30 años de prisión por un delito que, de acuerdo con las Naciones Unidas, nunca cometió.

Los guardas van de negro y López Alavez de caqui, como el resto de presos, para que no haya duda de quién es quién. Tiene 54 años y 13 de ellos los ha gastado entre los muros del Cereso (las siglas de Centros de Readaptación Social, un eufemismo burocrático para no llamar prisión a una prisión). Fue detenido y encarcelado en 2010, acusado de un homicidio ocurrido tres años antes. La condena llegó en 2017. Él ha defendido su inocencia desde el primer día. También las Naciones Unidas, que, al menos en dos ocasiones, han solicitado al Estado mexicano su “liberación inmediata”. El Gobierno nunca ha respondido.

De acuerdo con la ONU, su detención fue “arbitraria”, el proceso judicial estuvo plagado de “irregularidades” y “violaciones significativas”, las pruebas en su contra fueron “inconsistentes” y hubo una “falta de consideración de las evidencias presentadas por la defensa que probarían que el defensor no se encontraba en el lugar de los hechos cuando se cometió el asesinato”. “El verdadero motivo de la detención y enjuiciamiento del Sr. López Alavez es su actividad como defensor de los derechos humanos de su comunidad”, concluyó la organización internacional, que además estableció que el preso sufrió “actos de malos tratos, torturas y amenazas por parte de funcionarios penitenciarios”.

La entrevista tiene lugar en una habitación de la cárcel pequeña, sucia y sin ventanas, bajo la luz blanca de una bombilla. En la grabadora se cuelan los chirridos de los cerrojos, puertas de metal al abrirse y cerrarse, el ruido blanco de las galerías, las llamadas por megafonía, una misa cantada a pleno pulmón. Hace calor y las moscas sobrevuelan a López Alavez —corte de pelo a cepillo, bigote afeitado, cara grande y redonda—mientras cuenta su historia con calma, voz serena y un español que, reconoce, a veces le cuesta. Su idioma nativo es el zapoteco, pero ya no hay nadie dentro del penal con el que pueda hablarlo.

Era campesino y líder social en su comunidad, San Miguel Aloápam. Pasó la vida defendiendo los montes ante la tala ilegal e indiscriminada. Su labor le granjeó la enemistad de caciques y empresarios que utilizaron su poder e influencias para fabricar la acusación en su contra, de acuerdo con las organizaciones de derechos humanos. La prisión suele ser un lugar que quiebra el espíritu, un diseño matemático y a la vez simplista que reduce la humanidad a un número y un delito. En su caso, parece que los años entre rejas no han roto su disciplina, su capacidad de resiliencia. Cuesta encontrar grietas, por lo menos, en su discurso.

—No me arrepiento de ser defensor de la naturaleza. Todo lo que yo venía haciendo es hacia el bien del futuro de mis hijos y nietos, de mi comunidad. Del cerro que nosotros conservamos viene el agua que baja al pueblo. Nuestros abuelos lo protegieron, se murieron, pero llegamos nosotros. Vamos de pasada, pero van a quedar nuestros hijos. No sé cuántas generaciones van a pasar y aprovechar todo por lo que nosotros hemos luchado. Si dejamos que nuestro municipio siga talando año tras año, ¿qué va a pasar? En estos años se han secado arroyos. Si no cuidamos el bosque, todo se va a caer.

Cuando el zapoteco fue detenido, en Oaxaca gobernaba el PRI de Ulises Ruiz Ortiz (ahora improbable aspirante a la presidencia en las elecciones de 2024 como candidato independiente), una Administración marcada por el escándalo y la polémica. En el Estado se produjo un “patrón de violaciones” hacia los defensores de la naturaleza y los derechos humanos, según la ONU. Como Damián Gallardo, un caso idéntico al de López Alavez: profesor rural y activista encarcelado injustamente. México le pidió perdón este mayo por “violaciones graves a sus derechos humanos” y la “detención arbitraria y tortura”. Gallardo aprovechó el acto de disculpas para exigir la libertad de López Alavez. Ahora, el zapoteco le toma el testigo:

—El que me fabricó estos delitos fue el Gobierno priista. Hoy le hago un comunicado al presidente Andrés Manuel López Obrador: espero que mi voz llegue a sus oídos y que tome cartas en el asunto. También le hago el comunicado al licenciado Salomón Jara [gobernador actual de Oaxaca]. Por favor, que no se les olviden los problemas de las personas indígenas.

Secuestro por un grupo de hombres armados

El 15 de agosto de 2010, López Alavez conducía de regreso a casa junto a su esposa, Yolanda Pérez Cruz, y su nieto. Una camioneta roja les cortó el paso. El chófer se bajó: “Aquí te cargó la chingada”, gritó. De la parte trasera descendieron 15 hombres vestidos de negro, encapuchados y con armas largas. Cuando el líder social quiso darse cuenta, el comando había inmovilizado a la mujer y al niño en el suelo. Lo sacaron a golpes, lo lanzaron boca abajo al interior del vehículo y arrancaron. Para confundir el rastro, lo cambiaron varias veces de coche.

Los secuestradores condujeron hasta un llano que López Alavez pudo identificar, cerca de su pueblo. “Ahí alcancé a ver, había hombres y mujeres. Cuando me bajaron de la camioneta escuché una voz: ‘Es él, mátenlo”.

Uno de los hombres se aproximó:

— Hasta aquí, ya se acabó, ¿o quieres vivir?

“Yo le dije que eso no se pregunta”, relata. “Si lo tienes bien puesto, pues jálale [aprieta el gatillo], ¿qué esperas?”, respondió. Los sicarios perdieron los nervios y le dieron una paliza. Después, le taparon el rostro y lo sacaron del lugar en otro vehículo. Cuando horas después pudo ver algo, comprobó que a su alrededor había policías estatales. Lo llevaron a la cárcel de Etla. Nunca le enseñaron una orden de arresto, nadie se identificó como agente de la ley. En prisión, descubrió que estaba acusado de homicidio.

Carpintería, telares y hambre

La cárcel de Etla es un edificio no muy grande, con 303 internos, pegado a un cementerio, una pollería y una hilera de casas. El blanco y el gris raído del penal contrastan con el horizonte de montañas verdes de Oaxaca al fondo. La cancha de fútbol del interior de la prisión, decorada con grafitis y murales, está desierta bajo el sol de las doce de la mañana.

López Alavez camina a través del patio, seguido de cerca por los guardas y los periodistas. Por el camino se cruzan otros presos que saludan al pasar con sonrisas tímidas pero amables, dan los buenos días y siguen a lo suyo. A estas horas la mayoría está trabajando, lo único que se puede hacer aquí dentro. En la carpintería, una nave sin paredes y con techos de chapa, hay un par de decenas de internos entre troncos, palés, sierras y martillos. Un anciano talla flores de madera con pulso de relojero, otros dos reos tejen en un telar artesanías que luego sus familias venderán en la capital.

El zapoteco pasa aquí casi todo el día. Ahora está trabajando en la estructura de una cama que no tiene nada que envidiarle a las tiendas de muebles. Casi está acabada. Pule la madera y da los últimos retoques. Su esposa le consigue materiales, herramientas y vende lo que él construye. La mayoría del dinero que gana es para su familia, que tuvo que ser realojada ante las constantes amenazas y ahora malvive precariamente sin poder cultivar los campos que antes eran su forma de vida.

Trabajar es su forma de mantenerse cuerdo. “Para no estar mucho con la mente sobre lo de allá fuera tengo que estar trabajando. Con el trabajo se me olvida un poquito. Así me la voy pasando”. Los días en prisión son todos iguales. López Alavez se despierta a las cinco y media de la mañana. Se ducha. Los guardas pasan lista a las siete. Después, va a la carpintería. A la una vuelven a pasar lista. Él continúa trabajando. A las cinco y media recoge, vuelve a su sector, otro recuento más, una ducha y a trabajar en la celda hasta que se duerme, muy pronto. Come dos veces al día —“tres tortillas con un poquito de comidita”— y café por la tarde. “No es suficiente, por eso mi familia me trae alimento. A veces cuando no pueden venir me da hambre”.

El hambre es casi su única queja. López Alavez habla sin un deje de emoción, con la cabeza llena de datos y fechas, pero como si fuera el abogado de su propio caso y no la víctima de un montaje judicial que le ha tenido más de una década encerrado. Está acostumbrado a narrar su historia una y otra vez: 13 son muchos años para memorizar tu acusación, para conocer cada detalle, apelar y desfilar por juzgados que no te escuchan. Sin embargo, toda su preocupación es para la gente que dejó fuera, sus parientes, su comunidad. En su vocabulario no se conjuga la primera persona del singular, la vida se entiende a través de lo colectivo, de un “nosotros” que pesa más que cualquier noción de individualidad.

Apenas habla de él: de sus sentimientos; de los inevitables días de soledad que un ser humano sufre cuando está entre rejas; la frustración de vivir vigilado las 24 horas; el recuerdo doloroso de la libertad; las ganas de calor humano; la nostalgia de las montañas verdes cuando el horizonte diario es un muro de cemento; las fiestas en el pueblo; su comida favorita; los abrazos de los seres queridos y todos esos lugares tan comunes y a la vez tan necesarios para los seres humanos.

Si se le pregunta qué es lo que más echa de menos, él responde que el trabajo en el campo. ¿Qué es lo primero que hará al salir? Garantizar unas mejores condiciones de vida para su familia. “Por ejemplo, hoy le hablo a mi familia: ‘¿Cómo estáis?’ Y me responden: ‘Es que aquí me llegó una llamada de amenaza, es que aquí entraron a robar, estoy enferma…’. Mi esposa es la que está sufriendo más cuando viene a visitarme, por eso no viene seguido, porque van a perseguirla”. ¿Continuará su defensa de la tierra? Por supuesto. En sus respuestas no cabe un ápice de egoísmo, no hay lugar para los placeres personales, solo un relato regido por un concepto inflexible y extremo del sacrificio. Después de mucho rascar, lo único que reconocerá es:

—Hasta la fecha no me acostumbro a la cárcel. Simplemente me adapto a las reglas para que pueda yo ganar más privilegios. Los días de tristeza son casi todos, si te dijera. Mi lucha, mi esfuerzo, es lo que me calma. Hay veces que de repente me quiere dominar [la tristeza], pero como vengan los golpes los tengo que enfrentar para poder salir adelante.

Después de la entrevista, el recorrido por la cárcel, las fotos en la celda, López Alavez acompaña a los reporteros a la salida. Da un abrazo fuerte, agradece con educación la visita, pide los números de teléfono. La puerta se cierra con estruendo metálico y lo deja, de nuevo, al otro lado. El 15 de agosto se cumplen 13 años de su encierro, 4.745 días lejos de sus montañas. Después de una condena, una ratificación, varios amparos y recursos, idas y vueltas entre los recovecos del sistema, su proceso se encuentra de nuevo en “etapa de instrucción en el sistema penal tradicional”, a la espera de una nueva decisión judicial que puede liberarlo o dejarlo entre rejas. “La fe que tengo de salir va a llegar un día”, confía. La esperanza es lo último que se pierde.