EL PAÍS
EMMA JARAMILLO BERNAT
Bogotá -“¡Oh selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde?”, escribió José Eustasio Rivera, autor de La vorágine, un clásico de la literatura colombiana, en 1924. Casi un siglo después sus palabras recobran vida con la historia de cuatro niños que estuvieron perdidos durante 40 días en la selva del Guaviare. Su desaparición revivió los temores instalados por una narrativa en la que el Amazonas es visto como un infierno verde o una trampa mortal.
Pese a ser tres niños de 4, 9 y 13 años, a cargo de un bebé que cumplió su primer año de vida entre el monte, parecían avanzar más rápido que las Fuerzas Armadas, escapárseles de las manos. Alentadas por algunos hallazgos —un pañal de bebé usado, un biberón, frutas medio mordidas, cambuches a medio armar y una huella que podría ser de la hermana mayor—, las autoridades hicieron todo a su alcance hasta lograr rescatarlos este viernes. El comandante encargado de la búsqueda, Pedro Sánchez, aseguró varios días antes que tenían indicios que señalaban que estaban a 100 metros de ellos. Sin embargo, por la espesura de la selva, no los pudieron ver.
En este terreno, incómodo para la racionalidad del hombre blanco, el mundo indígena ofrece múltiples explicaciones. “Ellos no estaban solos allá”, asegura Alex Rufino, indígena ticuna, guía y experto en supervivencia en selva. De acuerdo con su cosmovisión, cuando una persona se pierde en la selva la “acompañan otras espiritualidades, otros seres”. En el Apaporis —donde cayó la avioneta que fue hallada 16 días después del accidente, con los cadáveres de tres adultos, entre ellos el de la madre de los niños— “hay un tema espiritual bastante fuerte”, comenta. “Ahí se concentran todas las comunidades o grupos no contactados, que tienen todo el manejo espiritual y territorial”.
Muchas veces, cuando alguien se pierde en zonas tan profundas, se encuentra con una comunidad no contactada, que “son humanos, como nosotros (…) en general personas pacíficas, no como las pintan las películas”; “ellos los acogen, los adoptan de alguna forma”. Y luego, sabiéndolos a salvo, “a través de sus saberes tratan de mandar hacia afuera una especie de enfermedad, para que los que estén atrás, siguiéndolos, no puedan llegar rápido”. Tanto las comunidades indígenas como las Fuerzas Armadas pensaron la mayoría del tiempo que los niños se habían encontrado con alguna comunidad; sabían que se movían por una región habitada por las últimas tribus nómadas.
Como intérprete entre el mundo blanco y el indígena —se mueve entre la selva y la ciudad, estudió Administración de Empresas e investiga temas relacionados con comunidades indígenas en la Universidad Nacional de Colombia sede Amazonía, sobre todo cuestiones ambientales en la frontera con Brasil—, Alex es consciente de que para alguien que no conozca de estas culturas “es un poco complejo entender todo el panorama que gira alrededor de las búsquedas”, pero explica que para ellos el Amazonas no es solo el bosque tropical más extenso del mundo, ni su pulmón, o una maraña inaccesible de árboles y bestias salvajes —aunque también las hay—, sino un territorio que comparten con “espíritus que viven allí, madres de ese lugar (…) Ellos cuidan mucho de las personas”. Por eso siempre creyó que los niños seguían vivos.
“Perderse” en la selva, en todo caso, es algo frecuente entre quienes viven entre sus límites. Aunque no hay estadísticas oficiales, Alex comenta que “todos los días uno escucha historias de gente que se pierde. Normalmente cazadores, personas que van y recolectan frutas, o simplemente que van en búsqueda de nuevos territorios y se van a lugares muy apartados”. Muchos regresan 10, 15 o 20 años después. “La mayoría aparecen siendo sabios, conocedores y chamanes, porque terminan estudiando durante años con ellos, y son los que llegan a sanar, a curar y a proteger de las enfermedades. Eso es en el mejor de los escenarios: hay gente que nunca llega, que nunca aparece, y finalmente ya se queda con ellos”.
En su comunidad, San Pedro de los Lagos, cercana a Leticia, menos tupida y lluviosa que el Apaporis, “después de una semana se deja de buscar”. Si alguien no aparece, “la misma selva está diciendo: ya lo tenemos nosotros. Ustedes pueden regresar y aquí va a estar bien. Claro, es muy doloroso para las familias, pero en el caso específico nuestro —su padre y hermano también son expertos en rescate en selva— es un momento de replantear la situación”.
La búsqueda bajo la concepción indígena es mucho más silenciosa que la del Ejército. “En la selva no se puede hacer bulla (ruido)”, advierte Rufino, algo que iba en contravía de las acciones militares. Las Fuerzas Armadas habían levantado una especie de faro con luz permanente, con unos parlantes que emitían mensajes de su abuela, que en su lengua les decía a los niños que permanecieran quietos. Los buscaron por cielo y tierra. Desde el aire, con dos helicópteros blackhawk y nueve aeronaves con capacidad de detección térmica, fotográfica y satelital, detalló Sánchez en una entrevista con EL PAÍS. Lanzaron bengalas, 10.000 volantes en lengua indígena y kits con comida, algunos de los cuales fueron consumidos y avivaron la esperanza, sentimiento que dio título a la operación militar.
En tierra 184 personas (112 de las Fuerzas Armadas y 72 indígenas) caminaron más de 1.400 kilómetros. “La distancia entre Madrid y París”, explicaba el comandante Sánchez. Sus hombres tenían la orden de no separarse más de veinte metros entre sí, para evitar el riesgo de que les pasara lo mismo que al protagonista de La vorágine: desaparecer sin dejar rastro. Muchos se retiraron porque cayeron enfermos.
Perderse o fundirse con los árboles
Las comunidades indígenas consideran que lo mejor “es ir con un abuelo que conozca el territorio, que tenga una conexión fuerte”, explica Rufino. En nuestro caso, por ejemplo, que somos ticunas, “desde la conexión del tabaco”. Se trata de “aprender un poco a dialogar, porque aquí no es ir allí a gritar y a invadir los territorios de esta gente y de los seres, sino que hay que aprender a llegar a acuerdos: por qué los necesitamos, por qué queremos que vuelvan, y de esa forma se puede llegar a que ellos mismos los dejen en un lugar”. De lo contrario, “no los van a ver. Estas cosas no permiten ver a la persona. Se mimetiza entre la selva”.
Alex puede entender lo que sintieron los niños: una angustia inicial que retrocede y se convierte en instinto; “solo piensas en lo que vas a encontrar y en lo que seguirá de ahí en adelante”. Lo sabe porque se perdió cuando tenía 14 años, casi los mismos de Lesly Jacobombaire Mucutuy, la hermana mayor. “Estuve por fuera una semana, y para mí fueron muchos días en donde aprendí muchísimo porque ya estaba con unas personas que al final nunca supe quiénes son. Sé que existen, sé que están ahí, pero hoy puedo recorrer esos lugares y conozco muy bien cada árbol, para qué sirve, cuáles son sus usos”.
Para recuperarlo, sus familiares, desde el conocimiento tradicional, mandaron solo a una persona. “Y después de una semana fueron al lugar exacto en el que yo tenía que estar, y ahí simplemente estaba sentado. Yo solo vi que detrás venía un señor, y ese fue el que me llevó a casa”.
Aunque en la selva nunca nadie se pierde. Ese concepto no tiene cabida dentro de la cosmovisión indígena; tampoco el de la muerte. “Se habla de las siembras”, explica Alex —o Męchiîkû, como es su nombre en ticuna—. Desde su cultura, cuando alguien fallece se piensa que sus restos se van a convertir en árbol. “Nuestras sabidurías se centran en los árboles. Los árboles más grandes son nuestros ancestros. Entonces no es que nos perdamos en un lugar desconocido, sino que al final estamos con nuestros abuelos”.