Yuri Herrera explora desde la ficción la figura de Benito Juárez en su más reciente novela, “La estación del pantano”.

REFORMA

Yuri Herrera

Cd. de México (02 abril 2023).- En “La estación del pantano”, la más reciente novela de Yuri Herrera, el escritor plantea: ¿qué sucedió durante el año y medio en que Benito Juárez vivió desterrado en Nueva Orleans? Con autorización de Editorial Periférica, publicamos aquí un fragmento.

Yuri Herrera

Para 1853 Benito Juárez ya ha sido juez, diputado y gobernador de Oaxaca. Pero todavía está lejos de ser el hombre que encabezará la reforma liberal, primero como ministro y luego como presidente, y aún más de ser el hombre terco y visionario que lideró la resistencia contra los invasores franceses y restableció la república. Sin embargo, ya se ha hecho de enemigos, en particular el dictador Santa Anna, que no le perdona que, en 1847, cuando huía de la capital tras el desastre de la guerra contra los gringos, Juárez no lo hubiera dejado entrar a Oaxaca. Así es que ahora, Santa Anna, de nuevo en el poder, lo manda arrestar para enviarlo al exilio.

En su autobiografía Apuntes para mis hijos, Juárez describe en detalle su arresto, el periplo a la prisión de San Juan de Ulúa y el destierro a Europa vía La Habana, donde decide quedarse para planear su regreso. A partir de ahí su relato se vuelve escueto. Sólo dice: En La Habana « permanecí hasta el día 18 de diciembre, que pasé para Nueva Orleans, donde llegué el día 29 del mismo mes».

«Viví en esta ciudad hasta el 20 de junio de 1855 en que salí para Acapulco a prestar mis servicios de campaña».

No dice ni una sola palabra sobre los casi dieciocho meses que estuvo desterrado en Nueva Orleans, ni una, a pesar de que es en ese período que se encontrará con otros exiliados y se convertirá en el líder liberal que marcará la vida del país durante las siguientes décadas. Fuera de las mismas dos o tres anécdotas vagas que se mencionan en las biografías, nadie sabe exactamente qué es lo que sucedió.

Es en ese hueco marcado por el punto y aparte donde sucede esta historia. Toda la información sobre la ciudad, los mercados de gente, los mercados de comida, los crímenes diarios, los incendios semanales, puede corroborarse en documentos históricos. Ésta, la historia verdadera, no.

UNO

Lo sacaron a rastras del barco, lo arrojaron por la pasarela, y cayó frente a ellos, intentó levantarse, pero los de placa lo redujeron a garrotazos, que el hombre no detenía porque atesoraba con ambas manos algo contra su pecho. Uno de los que lo atormentaban dijo Suelta, no sabían la lengua, pero eso le estaba diciendo, ¡Suelta!, gritó el que parecía el jefe, y luego lo insultó, no conocían la palabra, pero conocían el lenguaje del odio. El hombre no soltaba, hasta que tres plaqueados le jalaron un brazo y tres el otro, el objeto cayó y se abrió en el suelo, el jefe lo recogió y, aunque sin duda había tenido antes objetos como ése en sus manos, se quedó atónito al ver que era una brújula.

Durante el momento de congelación en que los plaqueados miraban al jefe y el jefe miraba la brújula y el hombre miraba al jefe con la brújula en las manos y nadie sabía qué hacer, él alcanzó a ver el tatuaje en la espalda del hombre, a la altura del omóplato, el glifo de un pájaro caminando en una dirección mientras mira en la otra.

El tiempo se descongeló, el jefe cerró la brújula, se dio media vuelta y echó a andar; sus plaqueados levantaron al hombre sólo para volver a arrastrarlo, como a una bestia, y desaparecieron entre la gente.

Luego, todo se encendió: las cruces elevando los barcos de vela, las lanchas cargadas de heno y carbón, el algodón, tanto algodón, cientos y cientos y cientos de pacas de algodón, las montañas de verdura descargada, el olor a verdura fresca, el olor a verdura podrida, la promiscuidad de voces incomprensibles, el trajín de la gente, el olor del trajín de la gente; a la izquierda, el agua oscura espolvoreada de luces; las luces opacas de las farolas al frente; las luces titilantes de la ciudad a la derecha.

Se dejaron tambalear por los estibadores y por los hombres que empezaron a rodearlos y a ofrecerles cosas y a señalar en distintas direcciones.

Se inclinó hacia Pepe y le gritó al oído si tenía la dirección. Pepe lo miró desolado. Cuál era, cuál era. Era un hotel. Mata les había mandado decir que los esperaría en un hotel. Un hotel con el nombre de una ciudad. O de un estado. O era el nombre de una persona. Era algo con ce.

-¿Hotel Chicago? -gritó a la oreja de Pepe.

Pepe entrecerró los ojos.

-¿Hotel Cleveland?

Pepe dubitó, no negó, nomás dubitó.

-¿Hotel Cincinnati?

Pepe abrió mucho los ojos y lo miró con admiración.

-Hotel Cincinnati -dijo.

Aunque las voces a su alrededor eran una maraña innavegable de ruidos, uno de los gritones que los acosaba dijo, cariluminado:

-Hotel Cincinnati -Se señaló el pecho con un dedo-. Hotel Cincinnati.

Y les indicó que lo siguieran.

Él se encogió de hombros, le dijo a Pepe Vamos, y la ciudad los sorbió como una esponja.

El hombre caminaba con prisa pero echando ojeadas para asegurarse de que Pepe y él lo seguían; al bajar del levee y entrar a la ciudad-ciudad propiamente dicha, menos congestionada pero lodosa, el guía comenzó a caminar más lento, hasta que se detuvo del todo, chifló sin dirección clara y de un callejón salió un muchachito al que el guía le dio instrucciones haciendo el signo universal de la caligrafía, y el muchachito salió corriendo. El guía se volvió hacia ellos, levantó un pulgar con aire triunfante y siguió caminando.

Se detuvo frente a una casa con una antorcha sobre la puerta. Exánime, les ofreció con gesto señorial el quicio cuadrado y estrecho, cual si fuera el portón de un palacio. Al lado, un pedazo de tela que decía Hotel Cincinnati.

Entraron uno por uno; adentro el muchachito aún sostenía un martillo en una mano y un pedazo de tela en la otra; había un pasillo oscuro, una mecedora, una chimenea, a sus lados varios sillones en los que tres marineros se entibiaban las palmas, una mesa de roble detrás de la cual una mujer severa ya inquiría Asunto con la nariz.

Él sacó los documentos que ya había mostrado en la aduana, pero la mujer negó impaciente con la cabeza y se talló las puntas de los dedos en la seña universal de Esto es lo que me interesa. Él sacó entonces algo del dinero que traía, pesos, la mujer los calibró un segundo y luego asintió Son buenos, los tomó y le dio una orden al muchacho, que echó a andar por el pasillo.

Lo siguieron hasta un patio interior en el que sólo había pedazos de sillas y mesas encimadas, al fondo una puerta que el muchachito abrió para ellos. Dos catres. Una silla entera. Un gancho para colgar ropa. Un cuenco de peltre. El muchachito señaló otra puerta en otro lado del patio: más valía que fuera el baño. Los miró un segundo en silencio. Hizo la mueca universal de Bienvenidos al Hotel Cincinnati, y se marchó.

El recibimiento al bajar del paquebote fue una anticipación de todo lo que vendría después. Esperar y esperar, no saber decir, no ser escuchado, aprender los nombres secretos de las cosas.

Cuando al fin llegó su turno, sacó los papeles, pero el burócrata que le tocó en vez de tomarlos le hizo alguna pregunta, ¿De dónde viene? ¿A qué viene? ¿A qué se dedica? ¿Cómo se llama? No todas: alguna de ellas. Decidió responder a todas de corrido. El burócrata lo miró con impaciencia y le arrebató los papeles. Empezó a copiar los datos, pero al llegar a Ocupación preguntó algo, él miró la palabra que le señalaba y dijo Abogado, lawyer. El burócrata lo miró inexpresivamente. Apuntó Merchant. Se detuvo otra vez al ver la edad en el documento, 47. Levantó la vista, lo estudió con genuina curiosidad, casi amistosamente, y apuntó: 21. También apuntó como fecha de llegada una que no era, aunque podría estar equivocado: desde hacía mucho ya no sabía en qué día vivía.

Se quedó callado y recibió sus papeles de vuelta. A Pepe lo despacharon con más rapidez.

Se alejaban de ahí cuando cayó frente a ellos el hombre con la brújula.

Una cucaracha atravesaba el techo como quien se aventura al desierto, iluminada por el retazo de luz que entraba desde el patio. Seguían su recorrido en silencio, aunque ambos sabían que el otro no dormía. La observaron ir y venir por un rato. De pronto Pepe dijo:

-¿Cuándo podremos volver?

La cucaracha ahora se daba media vuelta y andaba con prisa hacia un rincón.

-Pronto, seguro.

Tenían que encontrar a los otros. A la mañana siguiente preguntó, apuntando el nombre y gesticulando los largos bigotes, si Mata se hospedaba ahí. No se hospedaba ahí. Preguntó más por no dejar que por optimismo. Ya sospechaba que si existía el Hotel Cincinnati no era éste. Lo que sí no tenía caso era preguntar por el verdadero Hotel Cincinnati, ni modo que le fueran a decir Ah, usted quería ir al Verdadero Hotel Cincinnati.

Tomaron una bebida caliente con alusiones de té que la dueña severa apuntó en un cuadernito, se pusieron los abrigos y salieron. Se quedaron unos minutos en silencio sobre la banqueta.

El día estaba soleado, mas la calle no se daba por enterada. No era el peor frío que había sentido, pero era un frío lento que, en vez de pegar de golpe, se tomaba unos momentos buscando por dónde filtrar una película de escarcha bajo el abrigo. Caminaron hasta la esquina y miraron en todas direcciones. Ni rastro de la muchedumbre del día anterior. Se dirigieron hacia el río. Conforme se acercaban, las calles se desentumían, olía a carbón encendido, algunas tiendas comenzaban a abrir, se escuchaban silbidos; un borracho que amanecía con la novedad espantosa de que ya no estaba borracho los miró con la obvia intención de pedirles caridad, pero cambió de opinión de inmediato.

Llegaron al levee y se encaminaron a donde había sido arrojado el hombre de la brújula. De algún modo él esperaba que hubiera rastro de lo que había sucedido, de la golpiza, de la adrenalina, de las miradas. No había nada.

Al regresar al Gran Hotel Cincinnati se encontraron con que dos marineros se chocaban los pechos y las barbas ahí mismo en la, digamos, recepción. Se escupían saliva, tabaco e insultos, como perros con una reja de por medio, o no, porque uno de ellos se inclinó así como quien no quiere la cosa y prendió el atizador que colgaba junto a la chimenea, y el otro, con una agilidad insospechada para tanto pelo y tanta carne y tanto olor a ron, dio un paso atrás, sacó de debajo de un sobaco o sepa dónde una soga gruesa con una bola pesada en un extremo, que giró con perfección una vez, como si enrollara el aire caliente frente a la chimenea, y en el segundo giro le reventó una sien al otro marinero.

Había sido un instante de plasticidad bellísima, a pesar de que también había sido pavoroso el sonido del cráneo al romperse. Ya encontrarían que aquí esas combinaciones eran muy frecuentes.

La posadera severa tronó los dedos e hizo una seña al muchachito, el muchachito se caló un gorro, se puso su abrigo y salió corriendo, y el marido, quien los había guiado al Mundialmente Famoso Hotel Cincinnati, extrajo una pistola de debajo de su sillón, pero no apuntó al marinero, que, aunque no giraba su arma, aún la blandía con el brazo doblado en alto, el marido sólo dijo un par de palabras serenas, que retrocediera, que bajara el arma, que no fuera imbécil, alguna de ésas.

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Yuri Herrera (Actopan, Hidalgo, 1970)

– Escritor, académico, traductor y editor.

– Licenciado en Ciencias Políticas por la UNAM. Maestro en Creación Literaria por la Universidad de Texas, El Paso. Doctor en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad de California, Berkeley.

– Autor de cinco novelas.

– Profesor de la Universidad de Tulane, Nueva Orleans.

El libro

La estación del pantano

Editorial Periférica (2022)

192 PáginasNarra Yuri Herrera exilio de Juárez en Nueva Orleans

Yuri Herrera explora desde la ficción la figura de Benito Juárez en su más reciente novela, “La estación del pantano”. Francisco Morales V.

Cd. de México (02 abril 2023).- Tan pronto arribó a Nueva Orleans para impartir clases en la Universidad de Tulane, el escritor Yuri Herrera fue recordado sobre algo que, en ese entonces, apenas le parecía una curiosidad histórica más sobre una ciudad plagada de ellas.

“En cuanto llegué, un amigo me dijo: ‘Oye, he estado buscando dónde vivió Juárez y no lo he encontrado’, y ahí me cayó el veinte que yo ya había escuchado hablar de eso, pero en realidad no era algo que me ocupara”, recuerda en entrevista.

No obstante, como suele ocurrir con este tipo de historias, tampoco le tomó mucho tiempo reparar en lo que, ahora, le parece un silencio tan intrigante como estruendoso.

“La explotación de la figura de Juárez en este Gobierno es idéntica a lo que han hecho otras docenas de gobernantes de distinto cariz, es decir, es simplemente agarrarse de la mano de la estatua y creer que eso a ti te hace un poquito estatua”.

“Era una oportunidad para explorar la historia de Juárez en sí, también es una oportunidad, como sucede siempre cuando escribo algo, para explorar mi propia historia, mis propios miedos, obsesiones, mis propias ideas sobre la migración”.

Durante el nada exiguo periodo de 18 meses, entre diciembre de 1953 y junio de 1855, Benito Juárez García, una de las figuras más exhaustivamente estudiadas de la Historia de México, estuvo exiliado en Nueva Orleans.

Sobre esta estancia, el futuro Presidente de México apenas dijo algo: “Viví en esta ciudad hasta el 20 de junio de 1855 en que salí para Acapulco a prestar mis servicios de campaña ()”, es lo único que Juárez señala al respecto en su autobiografía Apuntes para mis hijos.

Esta vaguedad se extiende a todos los libros que se han escrito sobre el prócer, para crear así una suerte de limbo que, para Herrera (Actopan, 1970), uno de los narradores mexicanos más celebrados de su generación, se volvió terreno fértil para la literatura.

“Este limbo existe en absolutamente todos los libros que hay sobre Juárez, existe en las biografías más importantes, existe en las biografías que lo exaltan, en las biografías que lo denigran, en las biografías que son superficiales, en Wikipedia, en todas partes hay una mención, pero no hay ninguna investigación, no hay datos, no hay ningún desarrollo sobre este periodo; el hueco está ahí”, señala.

“Lo que a mí me hizo mirar con más detalle adentro sí fue el silencio que deja Juárez entre decir ‘este día llegué a Nueva Orleans’ y luego ‘este día regresé a México’, como si hubiera sido un paréntesis irrelevante, como si en todo ese tiempo no hubiera dejado de ser el futuro prócer, pero simplemente hubiera estado en hibernación, lo cual es una manera muy común de pensar de los políticos de todo cariz, es decir, como si fueran orgánicos, como si fueran de una sola pieza, como si siempre hubieran tenido una serie de ideales en mente”, apunta.

Sin embargo, el Juárez que llegó a Nueva Orleans en el 53, teoriza el autor, no es el mismo Juárez que salió de ahí en el 55. Su silencio así lo demuestra.

“El hueco existe en todas las biografías y en todas se repiten, básicamente, los mismos datos, las mismas dos o tres anécdotas que vienen de la misma fuente, pero básicamente me parecía mucho más revelador que él no dijera nada, porque no es cualquier cosa un año y medio de nuestra vida”, declara.

Exiliado en la ciudad tras el ascenso de Antonio López de Santa Anna, sumido en una pobreza que lo obligó a regresar a las labores manuales de su juventud, y acompañado por otros intelectuales liberales como Melchor Ocampo, Benito Juárez vivió en una Nueva Orleans que, para Herrera, resultó fundamental en su vida.

La estación del pantano (Periférica), como se llama el nuevo libro de Herrera, narra este periodo de una forma que a la Historia le es inaccesible.

Juárez en Nueva Orleans

Yuri Herrera atiende a la entrevista virtual desde un hotel en Oxford, Missouri, una ciudad que es famosa porque ahí se encuentra la casa en la que vivió William Faulkner.

“Pero yo no soy fetichista con ningún escritor”, aclara el autor, quien asiste a un congreso por esos días.

En sus respuestas, extensas y bien hilvanadas, se combina la curiosidad e inventiva de un escritor de ficción con la capacidad analítica y expositiva racional de un académico.

En esta última calidad, la de profesor de literatura, Herrera ha pasado ya varios años en Nueva Orleans, una ciudad que lo ha cautivado a tal grado que, en su última novela, rivaliza en protagonismo con Benito Juárez.

“La ciudad es algo sobre lo que he estado todos estos años pensando, lo importante que es, lo distorsionada que es la imagen popular, o comercial, de Nueva Orleans en el mundo, y mi relación con la ciudad, mi relación con los Estados Unidos, mi relación con la distancia respecto de México”, reflexiona,

“En ese sentido, además de que era una oportunidad para explorar la historia de Juárez en sí, también es una oportunidad, como sucede siempre cuando escribo algo, para explorar mi propia historia, mis propios miedos, obsesiones, mis propias ideas sobre la migración, sobre las nacionalidades, en fin”, amplía.

Estas reflexiones ya habían asomado de otras maneras en sus dos primeras novelas, Trabajos del reino (2004) y Señales que precederán al fin del mundo (2009), donde la frontera entre ambos países es fundamental.

Con su estilo de prosa elegante y lírica que no reniega, sino que se nutre de modismos y el habla popular, la Nueva Orleans del libro, la que Benito Juárez se encuentra en 1853, se presenta casi como el epicentro cultural y financiero del continente.

Por un lado, una urbe bulliciosa de cultura y fiesta, donde se están sentando las bases de lo que se convertiría en el jazz y, por el otro lado, una ciudad brutal, violenta y esclavista, azotada por el calor y por la fiebre amarilla.

Con esto en mente, ¿cómo podría Juárez permanecer incólume ante ella?

“Tú piensa en esta persona, un hombre extraordinariamente inteligente y resiliente, pero que ha sido subestimado toda su vida, que hasta la fecha tú escuchas una serie de comentarios racistas, imbéciles, de mucha gente cuando se refieren a él, un hombre que llega a esta ciudad con una bipolaridad entre lo blanco y lo negro”, plantea Herrera.

“Una ciudad donde tienes, por un lado, a los blancos que son dueños de todo y que establecen todas las reglas y, por otro lado, una serie de gradaciones de lo negro, que van desde los hombres y mujeres que han conseguido su libertad, ya sea por herencia, o porque un supuesto dueño se las dio, o porque escaparon y todavía la enorme cantidad de gente esclavizada que existe.

“Junto a esto, toda otra serie de elementos que hacen de esta ciudad, ya en ese momento, una de las ciudades más extraordinarias del mundo, una ciudad de frontera, no de frontera entre dos estados nacionales, pero de frontera entre distintas realidades de los Estados Unidos que están expandiéndose hacia el oeste; una ciudad sobre un pantano, una ciudad donde conviven con caimanes, una ciudad con una extraordinaria violencia y una extraordinaria vida cultural”, describe.

Acompañado por compañeros de causa como Melchor Ocampo José María Mata, así como por su cuñado Pepe Maza, Juárez se gana la vida en el exilio, primero, como ayudante de un impresor llamado Rafael Cabañas -de quien provienen las escasas anécdotas sobre su estancia- y luego enrollando tabaco en un taller clandestino.

“Era alguien que tenía que salir de su casa, que tenía que trabajar con el cuerpo, que tenía que convivir con la ciudad, una ciudad en la cual no tenías tú que estar buscando la aventura o el peligro, porque estaba en todos lados”, señala Herrera.

“La obviedad de esto, de que claramente había vivido cosas extraordinarias, porque estaba todo puesto para eso, y que había decidido silenciarlas, para mí esto era la producción de un silencio muy significativo, de que hay algo ahí que prefiere guardarse para sí, porque de algún modo, aunque ha sido importante, no cuadra con la visión de sí mismo, o con la visión futura de prócer, que es como todos ellos ya se veían”, desarrolla.

El de Yuri Herrera es, entonces, un Juárez que se retira del pedestal y que se mira, como nunca antes en ese periodo de su vida, en un contexto extraordinario que él mismo decidió silenciar.

“Es en ese hueco donde decido yo intervenir, no para inventar gratuitamente, sino para imaginar sobre lo que sé del Juárez de antes, sobre lo que sé del Juárez de después y sobre lo muchísimo que sé de lo que era la ciudad y cómo tú y yo, todos, somos sujetos sociales, tenemos nuestra individualidad, nuestra intimidad, pero también, al mismo tiempo, somos determinados por todo esto que sucede en nuestro entorno”, evalúa.

“Por eso para mí es que la ciudad es un protagonista, porque la ciudad está modelándolo a él, y él, desde su lugar, como todos lo hacemos también, está modelando un poco lo que fue esa ciudad”, concluye.

Después de esos 18 meses, ni Juárez ni Nueva Orleans volvieron a ser los mismos.

Un Juárez que baila y delira

El Benito Juárez que vive su “estación del pantano” es una suerte de Juárez intermedio, uno que, como apunta Yuri Herrera en el prólogo, ya ha sido diputado y gobernador de Oaxaca, pero en cuya vida todavía no se vislumbra la posibilidad de ser presidente de la Suprema Corte de Justicia y, mucho menos, Presidente de México.

“Después de haber sido Gobernador, él es parte de una clase política que está en desgracia, porque Santa Anna ha vuelto al poder y nada indica, hasta antes de que Santa Anna lo mande arrestar e intente mandarlo al exilio, nada indica que se va a convertir en eso en lo que se convertirá”, perfila el escritor.

“Es un momento de relativa mediocridad cuando llega ahí y, en cambio, cuando sale y se une a la Revolución de Ayutla, y la Revolución de Ayutla triunfa muy rápidamente, él se convierte en Ministro y después se convierte en Presidente, pasa la Guerra de los Tres Años (Guerra de Reforma, 1858-1861), en fin, es como un vértigo que sólo se explica por ese periodo del cual él no quiere hablar y del cual los historiadores hablan de manera muy vaga”, refiere.

Cuando sí llegan a hablar de este periodo en el exilio, los biógrafos de Juárez, sobre todo los que lo subestiman o lo detestan, suelen decir que durante esa estancia pudo haberse radicalizado únicamente por su contacto con Melchor Ocampo.

Ahí, sin embargo, hay una admisión de que algo importante le pasó a Juárez en Nueva Orleans, aunque no se sepa bien qué.

“¿Qué es lo que todo mundo entendía sobre Juárez a pesar de no saber qué es lo que había sucedido? Entonces yo decidí saber, decidí saber a partir de todo lo otro, de cómo es la composición de la ciudad, de una cierta comprensión de cómo había llegado y cómo había salido.

“Aunque yo no tenga acceso directo, comprobable, documentado, a eso que sucedió, uno puede hacer una apuesta informada para tratar de entenderlo, y esa apuesta informada es, al mismo tiempo, y eso nos permite hacerlo la literatura, un ejercicio de imaginación y un ejercicio estético que me permite hablar de muchas otras cosas”, apunta.

Más allá, entonces, de su cercanía con Ocampo, cuya postura anticlerical era más rígida, el Juárez que plantea Herrera ve reafirmados sus valores ante la terrible visión del comercio de esclavos en Nueva Orleans.

“Una cosa es rechazarlo (el esclavismo) y otra cosa es estar ahí en medio presenciando, a centímetros, el mercado de esclavos más grande que existe, digo mercado en un sentido general, y cómo esto, de algún modo, creo yo, tuvo que matizar la exacerbada admiración de Juárez por el sistema político estadounidense”, plantea el escritor.

En la novela, que Juárez presenciara los azotes, las humillaciones públicas, la segregación y la violencia sexual infantil contra los esclavos no pudo más que cambiarlo de forma definitiva y en los hechos.

“Esto, más allá de cambiarle sus ideas, cambia sus prácticas. Alguien que se enfrenta a uno de los máximos horrores de la historia de la humanidad, en ese sentido, ya practicando una forma libertaria política”, dilucida.

Para escribir la novela, Herrera leyó completas todas las ediciones del periódico The Times-Picayune que se publicaron durante la estancia de Juárez, con especial atención en la copiosa sección de nota roja.

Asimismo, estudió con detenimiento la historia cultural de la ciudad, donde la llamada alta cultura de la ópera y la música de concierto convive con la explosión, en salones secretos y burdeles, de aquello que terminaría por convertirse en el jazz.

La bebida, la prostitución, el ambiente de los lupanares y los carnavales callejeros también, conjetura Herrera, tuvieron que haber marcado al futuro prócer.

“La fiesta no es nada más algo que un goce por la vida, sino la fiesta es también como un ejercicio epistemológico, es una forma de figurar el mundo, es una forma de entender sus símbolos, es una forma de aventurarnos en distintas formas de organización”, dice sobre este ambiente.

“La fiesta es algo que desafía las reglas normales, que desafía los prejuicios raciales, que desafía los roles de género y entonces lo que creo es que tú puedes tener ciertos principios muy enraizados, pero si te comprometes con la fiesta hay algo que vas a entender de ti mismo y de tu relación con el mundo”, teoriza.

El Benito Juárez de verdad, no el de los libros de texto, muy plausiblemente vivió esto, de muchas formas posibles.

El Juárez de Yuri Herrera es uno que se permitió, aunque con cierto pudor, algunas gotas de ajenjo y unas piezas de baile.

Es también uno que, como le ocurría a grandes porcentajes de la población en esa época, cayó enfermo de fiebre amarilla, lo que permite al lector sumergirse en su inconsciente a través de dos episodios delirantes.

Es, en suma, un Benito Juárez en situaciones en las que poco se piensa, pero que muy probablemente fueron reales.

Figura del prócer

Aunque esto no lo tuvo en mente a la hora de escribir La estación del pantano, ésta aparece en México en un sexenio donde el Presidente de la República se identifica públicamente con la figura de Juárez.

“Debo decir que esto es algo que no tuve presente en lo más mínimo cuando estaba haciendo esto”, responde.

“Juárez es anterior a este Gobierno, es anterior a esta oposición, y los debates y su herencia van a estar ahí cuando este Gobierno, con sus muchos aciertos y con sus errores, y esta oposición, con su increíble racismo, clasismo, e ignorancia, también haya desaparecido”, apunta.

Para Herrera, el uso que el Presidente Andrés Manuel López Obrador ha dado a Juárez no difiere de la forma en la que ha sido usado muchas veces antes.

“La explotación de la figura de Juárez en este Gobierno es idéntica a lo que han hecho otras docenas de gobernantes de distinto cariz, es decir, es simplemente agarrarse de la mano de la estatua y creer que eso a ti te hace un poquito estatua”, considera.

“Con eso no estoy diciendo que este Presidente sea peor que los anteriores en eso, yo creo en general que es mejor que prácticamente todos los anteriores al menos en la última construcción del último régimen político, pero no ha añadido nada y, ciertamente, no se ha refundado el Estado a la manera en la que Juárez lo ha hecho”, destaca.

Además, dice el autor, la influencia de la literatura en la concepción de las figuras históricas tiene plazos distintos y se encuentra en otro lado.

“Para mí es irrelevante lo que digan los políticos, es algo que estaba pensando antes de que llegara este Gobierno ahí y el libro, para bien o para mal, tendrá vida y será olvidado independientemente de lo que hagan los políticos”, concluye.

La historia verdadera

En su primera incursión hacia algo que podría ser calificado como novela histórica, justo después de la publicación del volumen de cuentos de ciencia ficción Diez planetas (2019), Yuri Herrera plasma sus ideas sobre la verdad en lo histórico.

Así lo plantea en el prólogo del libro: “Toda la información sobre la ciudad, los mercados de gente, los mercados de comida, los crímenes diarios, los incendios semanales, puede corroborarse en documentos históricos. Ésta, la historia verdadera, no”, escribe.

En entrevista, abunda sobre la relación entre historia y ficción.

“No es algo que yo me haya inventado, ni tengo ninguna teoría demasiado original, pero lo que yo digo es que la literatura está diciendo todo el tiempo verdades que no se registran en las estadísticas, verdades que no tienen que ver con métodos científicos, pero se ocupa de cosas que son tanto, o más, importantes como aquellos datos duros”, celebra.

“La literatura lo que hace es expresar una cierta comprensión del mundo que no responde a métodos científicos, que no responde a la acumulación de datos”, prosigue.

Las verdades, entonces, que la literatura puede expresar sobre figuras como Juárez difieren de aquellas que se encuentran en los libros de historia.

“Tú tienes un cierto personaje acá y tienes otro personaje acá, y en medio fue pasado por aceite. No hay manera de comprobar exactamente qué significó, en términos químicos, ese ser pasado por aceite, pero tú sabes que eso sucedió y lo que tienes es todos los otros elementos que hacen plausible que eso haya sucedido”, plantea.

Al final, como muestra Yuri Herrera en La estación del pantano, las verdades evidentes, como que Juárez entró siendo uno a Nueva Orleans y terminó siendo otro, tienen en la literatura a una forma ideal de expresarlas.