José Murat*
Periódico La Jornada
La tentativa de golpe de Estado en Brasil, la defenestración del presidente constitucional de Perú, con una crisis de gobernabilidad que no cesa, y los resabios de la toma del capitolio en Estados Unidos, además del crecimiento de movimientos neofascistas en Europa, son hechos deleznables que evidencian la necesidad de proteger el andamiaje institucional y en especial el sistema de partidos en el continente y el mundo entero.
Ya señalábamos en la colaboración anterior la importancia que en la praxis política y en el análisis de las mentes más avezadas tiene que las sociedades civilizadas cuenten con instrumentos institucionales regulares, confiables y ciertos para conquistar y renovar el poder público, así como proscribir cualquier tentativa de autoritarismo y de violencia, escenarios de descomposición que sólo terminan favoreciendo a la ultraderecha.
Lo estamos viendo ahora mismo en el subcontinente latinoamericano, en Perú, donde la oligarquía local y los expresiones tradicionales que se han rotado el poder las últimas décadas depusieron al presidente constitucional Pedro Castillo, a fines del año pasado, en un proceso sumario y atropellado, generando un vacío de poder y una confrontación física de cientos de miles de ciudadanos con las fuerzas de seguridad pública, en donde la nota de todos los días es la acumulación de heridos y la pérdida de vidas humanas, pese al estado de emergencia decretado en todo el país, medida que suspendió los derechos de reunión y libertad de tránsito, entre otras libertades civiles.
Sin prejuzgar sobre las razones que alimentaron la crispación del clima político y que desembocaron en el derrocamiento del presidente constitucional, lo cierto es que quebrantar la continuidad constitucional del gobierno emanado de las urnas, a partir de una contienda de partidos certificada en su legalidad por los órganos competentes, sólo devino en una crisis política que lejos de terminar escala con el paso del tiempo. La conclusión es que es imperativo respetar los periodos de gobierno, salvo que haya mecanismos legales para revocar el mandato.
En Brasil, en la primera quincena de gobierno del presidente Lula, presenciamos cómo militantes del bolsonarismo tomaron la sede de los tres poderes federales, el Palacio Nacional, el Congreso y el tribunal supremo, tentativa frustrada para deponer al nuevo gobernante, teniendo como fondo un video en el que el ex presidente Jair Bolsonaro desconocía el triunfo electoral del mandatario en funciones. El golpe no prosperó porque no fue secundado por la población civil: un sondeo de Datafolha, publicado por el diario Folha do Sao Paulo, reveló que 93 por ciento de los brasileños rechazó los ataques contra las sedes de los poderes y 4 por ciento no tuvo opinión.
Sólo el 3 por ciento restante, favorable al golpe, está constituido por los mismos activistas que desde el resultado adverso de las elecciones del 30 de octubre de 2022 incitaron a los efectivos militares a tomar por asalto el poder presidencial.
Que no se haya consumado el golpe de Estado no resta gravedad al hecho de que haya un movimiento minoritario de ultraderecha que se arroga la representatividad nacional y desconoce la legitimidad de los órganos nacionales que procesan la voluntad nacional y dan cuerpo a los poderes constituidos. Es un pretendido regreso a la ley de la selva.
Es el mismo fenómeno que observamos en la democracia icónica de Estados Unidos, con la violenta toma del capitolio el 6 enero de 2021, como tentativa desesperada para evitar la calificación de la elección en donde legítimamente emergió el gobierno del actual presidente, Joe Biden, y que una comisión plural de legisladores, del Partido Demócrata y del Partido Republicano calificó de intentona de golpe de Estado.
No es un veredicto con poder vinculante, pero la resolución de la comisión del Congreso deja muy claro que ninguna democracia es lo suficientemente fuerte para estar a salvo de golpes regresivos, como desconocer los resultados computados por órganos institucionales a partir de cotejos entre partidos políticos consolidados.
Pero también en Europa se han dado golpes a la democracia, como el ascenso al poder de Giorgia Meloni, al frente de una abigarrada alianza de grupos neofascistas, cuyo común denominador es su desprecio por las libertades públicas y por los derechos humanos de las minorías, en particular contra los inmigrantes provenientes de África.
Es el mismo caso de la agrupación Vox en España, con un mensaje despectivo contra las culturas originarias de América, comenzando por los aztecas, racismo trasnochado típico de la ultraderecha neofascista. Vox es una redición del movimiento de los Le pen en Francia, padre e hija, donde el núcleo de la doctrina es un mundo de estamentos, donde el poder y los privilegios tienen que ser sólo de un grupo racial, con exclusión de los demás, una xenofobia del siglo XXI.
En suma, es imperativo defender la democracia representativa, las libertades de la mujer y del hombre, el andamiaje institucional y el sistema de partidos en América Latina y el mundo. Debilitar los mecanismos institucionales sólo fermenta el crecimiento de la ultraderecha.
*Presidente de la Fundación Colosio