Los rescoldos de Sergio Hernández

REFORMA

Francisco Morales V.

Cd. de México (09 diciembre 2022).- Al arribo a sus 65 años, el artista Sergio Hernández todavía no decide por completo si de verdad pertenece, o no, a ese brillante linaje de pintores que el escritor Andrés Henestrosa, también su paisano, denominó Escuela Oaxaqueña de Pintura.

“No estoy seguro de ser parte, pero, si así fuera, sería el último”, reflexiona en entrevista.

“Francisco me enseñó a comprometerme con la democracia y a denunciar la destrucción del patrimonio cultural y natural, así como apoyar proyectos culturales como la música y la danza. Está fue la visión que compartí con él”.

Sergio Hernández

Artista plástico

Más allá del lugar que la crítica y los historiadores de arte le otorguen, incluso al lado de paisanos como Rufino Tamayo, Rodolfo Nieto, Francisco Gutiérrez, Rodolfo Morales, Francisco Toledo y Roberto Donis, lo que es incontrovertible es que Hernández (Huajuapan de León, 1957) es uno de los artistas mexicanos de su generación con mayor proyección internacional.

Así lo refrenda con Rescoldos de Oaxaca, muestra que actualmente se encuentra en el Museo de Arte de San Diego.

“Es una exposición sobre la alquimia, los planos superpuestos, donde lo que está arriba también está abajo -la serendipia-, y están presentes los rescoldos de la cocina de carrizos de la abuela”, describe, en respuesta a un cuestionario de este diario.

Conocido por sus representaciones terrosas y enigmáticas de la naturaleza oaxaqueña, además del uso de la iconografía zapoteca y mixteca de su herencia, Hernández jamás abandona la tradición.

“Para la exposición de San Diego utilicé cenizas de fogón; doy un ejemplo: el mercurio y el azufre suben a la superficie de la tierra y son quemados por el sol, creando una costra negra, y a ese color se le llama cinabrio, el cual se vuelve a enterrar envuelto en yeso con un popote como respiradero y se quema otra vez. Lo que quede de esa tierra, ese rescoldo, es el rojo cinabrio, es el tono rojo más rojo que existe en la paleta pictórica, y es el rescoldo de la quema de este mineral”, detalla.

La tradición, en el más amplio sentido de la palabra, puesto que Hernández toma las técnicas para su pintura del pasado remoto de muy distintas latitudes.

“La piedra de lapislázuli vino de Afganistán; sus pigmentos fueron piedras molidas en morteros hasta lograrse un polvo azul muy fino como el utilizado en las telas o los frescos de Miguel Ángel, de Leonardo da Vinci, de Fra Angélico.

“Asimismo, la exposición incluye cuadros de gran formato hechos con placas de plomo trabajados con vinagre, logrando una corrosión que ataca la placa blanca y crea el color blanco más puro que existe”, abunda sobre los materiales usados.

Como ocurre con los artistas con vocación más profunda, el impulso creativo en Hernández le vino desde niño.

De Oaxaca a París y de vuelta

“Mi infancia en Huajuapan fue la de un niño libre que no ponía atención a sus clases, pero sí me la vivía en el campo con mis hermanos y mis primos, incursionando y descubriendo ríos, animales, árboles entre la milpa y las pozas del río, donde nadábamos muy a gusto”, recuerda.

Estas imágenes de la naturaleza, que persisten en su memoria hasta la fecha, conviven con aquellas producidas por la violencia de su padre, llamado Corazón, quien se dedicaba a cortar madera para hacer casas y muebles.

“Fue un gran tomador de aguardiente; se transformaba en el hombre más peligroso del pueblo. Un hombre rencoroso que le gustaba disparar con armas de fuego por cualquier pretexto en la calle. Sobrevivió hasta los 100 años a pesar de todo”, continúa.

Luego de emigrar a la Ciudad de México en 1967, el episodio que cambiaría su vida ocurrió cuando acompañó a su padre a la Academia de San Carlos a vender un caballete.

“Caminamos al Mercado Abelardo Rodríguez, donde él entró a la cantina y ya no salió. Yo me asomé al lado, en un taller de esculturas que daba a la calle de enfrente del comedor de ciegos; era el taller de escultura del maestro Abraham Jiménez López. Ahí firmé mi vocación y fue mi nuevo hogar; nunca volví a mi casa, sólo visitaba de vez en cuando a la familia, y eso les pareció natural.

“Mi decisión fue quedarme en la Academia de San Carlos, donde viví mi adolescencia entre las calles cercanas, comía en el comedor de ciegos y en el mercado Abelardo Rodríguez, y dormía en los talleres de la academia por las noches”, abunda.

En San Carlos no sólo aprendió a dibujar con grandes maestros como Gilberto Aceves Navarro, sino con profesores como Javier Arévalo, quien le enseñó a jugar billar y le mostró las pulquerías y cervecerías del rumbo, que recuerda como una de sus mejores clases.

Para subsistir, Hernández echó mano de su talento siempre evidente y participó en todos los concursos de pintura que encontraba, llegando a ganar hasta tres en un año.

“Para entonces tenía algo de dinero para poder pintar y salir de México. Hice mi primera exposición en la galería de Chapultepec, cuando tenía 17 años”, detalla.

En 1987 viajó a París con el anhelo de conocer a los impresionistas. Ahí, gracias a Mercedes Iturbe, directora del Centro Cultural de México, realizó una exposición de obras en cenizas y conoció a uno de sus grandes amigos y aliados, Francisco Toledo.

Luego de algunas aventuras en Francia -que incluyen haber sobrevivido a un asalto y a deberle a un hospital francés miles de francos por una pancreatitis aguda-, Hernández y Toledo se mantuvieron como amigos toda la vida y fueron aliados en proyectos de conservación del patrimonio de su natal Oaxaca.

“Francisco me enseñó a comprometerme con la democracia y a denunciar la destrucción del patrimonio cultural y natural, así como apoyar proyectos culturales como la música y la danza. Está fue la visión que compartí con él”, rememora sobre el pintor fallecido 2019.

Una formación completa y compleja que lo llevó a convertirse en el pintor que hoy es. “Estoy y me siento en plenitud”, expresa.

Entres sueños y pesadillas

Con una magna exposición de su obra en el Museo de Arte de San Diego y una exposición recién inaugurada sobre la figura de Benito Juárez en la sede de la Escuela Libre de Derecho, Juárez por la Libre, Hernández, a los 65 años, tiene más claro que nunca de dónde surgen las imágenes de su mundo pictórico.

“Siempre he dibujado sin imaginar o perseguir un resultado, simplemente describo las imágenes que me inquietan, vengan de donde vengan”, declara.

“Pueden venir de un cuento, de una novela, de música de Bach o música de las bandas de mi pueblo, o de los rescoldos (las brasas encendidas) de la cocina de carrizos de mi abuela, donde me quedaba viendo esa encendida luz roja en la que bailaban y salían dibujos de su interior entre el humo de la madera. Vienen también de la entomología y la botánica. Desde entonces he consolidado mi estilo, mi sello personal”, relata.

Se trata, además, de un imaginario que no está exento de sus sueños y pesadillas, que retrata incesantemente, pero también de los aspectos más negativos del mundo de la vigilia y los recuerdos, como la violencia que vivió en su infancia y su lucha contra el alcoholismo.

Aquí, sin embargo, en el presente, Sergio Hernández se sabe un pintor pleno y un ser humano completo, aunque la batalla contra el alcohol, confiesa, continúa.