Carlos III, toda una vida para ser rey

EL PAÍS

RAFA DE MIGUEL

Londres – 08 SEPT 2022. “La muerte de mi amada Madre, Su Majestad la Reina, es un momento de gran tristeza para mí y para todos los miembros de mi familia”, ha dicho este jueves en un comunicado oficial el nuevo rey del Reino Unido, Carlos III. “Lamentamos profundamente la muerte de una Soberana querida y de una madre muy amada. Sé que su pérdida será profundamente sentida por todo el país, los territorios de la Commonwealth y por un innumerable número de personas por todo el mundo. Durante este periodo de duelo y cambio, mi familia y yo nos sentimos reconfortados y apoyados, al saber el respeto y el profundo afecto que tenían todos hacia la Reina”, ha dicho.

A diferencia de su madre, Isabel II, cuya opinión sobre los grandes asuntos que agitaban a diario el debate en el Reino Unido fue un misterio hasta el final de sus días, Carlos de Inglaterra accede al trono como un libro abierto para los británicos. Decenas de años a la espera de que le llegara el turno, y un carácter inquieto, ayudaron a que el príncipe de Gales se metiera en más líos de los necesarios, pero también mostraron a los ciudadanos que, en determinados asuntos, como la lucha contra el cambio climático o la necesidad de salvar del deterioro los centros urbanos, era un hombre conectado a su tiempo, e incluso adelantado al resto de sus compatriotas.

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Recomendaba Walter Bagehot, el legendario editor de The Economist que escribió el ensayo sobre la forma de Gobierno inglesa más consultada por los monarcas de Reino Unido, que “la única materia prima válida para lograr un rey constitucional es un príncipe que comienza su reinado en fecha temprana”. Carlos, de 73 años, se ha convertido en una anomalía cronológica entre las monarquías del siglo XXI, que han vinculado sus posibilidades de subsistencia a una imagen de juventud y modernidad. A cambio, el heredero ha tenido tiempo de sobra, en los últimos años, para reemplazar a su madre —a medida que la reina veía debilitarse su salud— en muchos actos públicos, lo que ha ayudado a los británicos a acostumbrarse, y a aceptar, su presencia.

El tiempo ha servido para perdonar errores. En el debe de Carlos de Inglaterra desapareció ya su infidelidad y tormentosa relación con Lady Di. Desapareció incluso la conversación telefónica con la que acabaría siendo su esposa, Camilla Parker-Bowls, en la que aspiraba a explorar la anatomía de su amada en forma de tampón. No fue uno de los momentos más dignos de la monarquía británica —la prensa italiana se refería a Carlos como “Il Tampaccino”— pero en ningún momento se consideró causa suficiente para cuestionar su legitimidad de acceso al trono.

Ha sido sobre todo su mezcla de esnobismo e intelectualidad a medio hacer la que ha irritado, en ocasiones, a los británicos, cuyo espíritu práctico y su celo en proteger la libertad individual, su vive y deja vivir, casa mal con la misión pretendidamente trascendental y espiritual con la que Carlos ha querido vestir su labor de heredero y su futuro reinado. “Toda mi vida ha estado motivada por el deseo de curar un paisaje desmembrado y un alma envenenada”, dijo en 2002 durante una intervención pública. “En acabar con las divisiones entre el pensamiento intuitivo y el racional, entre la mente y el cuerpo”.

Poco a poco, al entender que el momento para el que había esperado toda la vida se acercaba, comenzó la tarea de convencer a sus compatriotas de que conocía muy bien el papel de un rey, y su obligada neutralidad. “No soy tan estúpido como para no darme cuenta de que, desde la posición de monarca, no podré entrometerme en asuntos políticos”, reconocía en la entrevista que le hizo la BBC para celebrar su 70º aniversario. Pero causas por las que peleó con insistencia cuando todavía no eran populares —como la lucha contra el cambio climático, la denuncia de los residuos plásticos, la calidad de los servicios sanitarios públicos o la necesidad de preservar oficios tradicionales— están hoy en primera línea de interés público. Le corresponde ahora al nuevo rey retirarse a un segundo plano, y adoptar la neutralidad institucional —la tranquilidad, más bien— para la que dedicó toda una vida a prepararse.