EL PAÍS
ELÍAS CAMHAJIALEJANDRO SANTOS CID
México – 31 JUL 2022 -Dos niños de la etnia quiché de Guatemala que dejaron atrás la escuela y la miseria. Una economista y un publicista de Honduras que no encontraban oportunidades. Un joven albañil de México que iba a ser padre por primera vez y que lo intentó todo para llegar a Estados Unidos. Fueron 53 vidas las que se apagaron, literalmente, en el interior de un tráiler abandonado a las afueras de San Antonio, Texas, el pasado 27 de junio: 26 mexicanos, 21 guatemaltecos y seis hondureños que murieron por golpes de calor, deshidratación y asfixia.
Detrás de la frialdad de las cifras y de los saldos oficiales, las historias de vida de los 53 fallecidos —al igual que las de los 14 que sobrevivieron—, cuando se las mira de cerca, en conjunto, componen un mosaico de marginación, callejones sin salida y la pérdida de casi toda esperanza, salvo una: escapar. A un mes de la mayor tragedia migratoria en la historia de Estados Unidos, EL PAÍS reúne las piezas de un rompecabezas que revela un fenómeno incontenible, entre los detonantes de siempre —la pobreza, la violencia, las crisis climáticas— y los que han llevado la desesperación de quienes migran a niveles que no se habían visto: la pandemia, el colapso de las vías legales y la persecución de las autoridades, que han disparado las redes clandestinas del tráfico de personas.
EL PAÍS ha reconstruido las vidas de los 53 migrantes fallecidos a partir de entrevistas a sus familiares, información corroborada por las autoridades, el seguimiento que han hecho otros medios y publicaciones en redes sociales. Pulse en las fotografías para conocer sus historias.
Julio López López
Miriam Elizabeth Ramirez García
Jozué Díaz Gallardo
Marco Antonio Velasco
Javier Flores López
Mariano Santiago Hipólito
Yair Valencia Olivares
Yovani Valencia Olivares
Misael Olivares Monterde
Pablo Ortega Álvarez
Jesús Álvarez Ortega
Marcial Trejo
José Guadalupe Narciso López Muñiz
Omar Rico Almanza
María Guadalupe Montero Serrato
Pedro Daniel Téllez González
Álvaro Enrique Ojeda Salazar
Efraín Ferrel García
Óscar Aguado Romero
José Antonio Pérez Ramírez
Mayra Beltrán Fraustro
Fernando Gallegos García
Francisco Javier Delgado Rodríguez
Gustavo Daniel Santillán Santillán
Juan Jesús Trejo Téllez
Juan Valeriano Domitilo
Alejandro Miguel Andino Caballero
Fernando José Redondo Caballero
Margie Tamara Paz Grajeda
Adela Betulia Ramírez Quezada
Jazmín Nayarith Bueso Núñez
Belkis Esmeralda Anariba
Pascual Melvin Guachiac Sipac
Juan Wilmer Tulul Tepaz
Jonny Tziquin Tzoc
Karla Verónica López España
Sebastián Och Mejía
Yeison Jiménez Abelarde
Rudy Chilel Yoc
Aracely Florentina Marroquín Coronado
Blanca Elizabeth Ramírez Crisóstomo
Juan Carlos Vásquez Morales
Nicolás Meletz Guarcax
Enrique Romeo Chávez
Denis Isaías Niz Barrios
Donis Alejandro Gálvez de León
Fidelino Mardoqueo Ramírez Sánchez
María del Pilar Ramírez Alvarado
Deisy Fermina López Ramírez
Francisco Tepaz Simaj
William Rafael Ramírez Alvarado
Celestina Carolina Ambrocio Orozco
Wilson Daimiro Ambrocio Orozco
Olga Gallegos confiaba en que todo iba a salir bien. Hace siete años, ella misma había viajado en la caja de un tráiler hasta Alabama. No sabía, sin embargo, que Fernando Gallegos, su hermano, planeaba seguir sus pasos. Desde hacía más o menos un año, a Fernando se le había metido en la cabeza irse de Estancia de Ánimas, un pequeño pueblo en el Estado mexicano Zacatecas, pero no tenía dinero para el pollero, como se llama en México y Centroamérica a quienes se dedican a los cruces clandestinos. Primero le pidió un préstamo a su sobrino Raúl, el hijo de Olga, pero el muchacho no podía ayudarlo: todavía le debía dinero a los traficantes de su propio cruce, tres años atrás.
Su hermana decidió apoyarlo, se partió el lomo cocinando en un restaurante y vendió tamales los fines de semana para darle una vía de escape a Fernando, que no veía cómo iba a labrarse un futuro para él y sus tres hijos en la huerta familiar. “Quería venir para sacar adelante a su familia”, cuenta Olga. Fernando Gallegos salió a mediados de junio con su vecino Francisco Javier Delgado y con Mayra Beltrán, una amiga que era madre soltera de dos niñas y que quería un empleo donde trabaja Olga. “Cuando me enteré fue un golpe durísimo, no sabía ni qué decir”, lamenta. “Perdí a tres personas”.
A Victorino Ramírez todavía le asaltan las dudas. Su hija, Blanca Elizabeth Ramírez Crisóstomo, estaba desesperada por irse de su aldea en el departamento de San Marcos, al oeste de Guatemala. Ya lo había intentado este mismo año. En febrero, la joven de 23 años se cansó de esperar una oportunidad como maestra rural y se lanzó a atravesar México, pero fue detenida por las autoridades migratorias. “Estuvo 30 días encerrada”, cuenta su padre. Cuando la deportaron, decidió recurrir a los polleros. Sacrificó todos sus ahorros y su familia vendió un terreno para pagar parte de los 11.000 dólares que le pedían. “Oren por nosotros, ya mero vamos a salir”, le dijo a su familia antes de abordar el tráiler. Su padre le da vueltas a las mismas preguntas. Cómo pudo convencerla de que no se fuera. Qué hubiera pasado si no la agarraban la primera vez. Cuándo volverá a ver a su hija. “Era su sueño porque aquí no hay por dónde”, dice resignado el señor Ramírez.
San Marcos, el lugar de procedencia de Blanca Elizabeth Ramírez, ha quedado especialmente marcado por la tragedia. De los 21 guatemaltecos que murieron en el tráiler de San Antonio, 13 procedían de este enclave rural en el noroeste de Guatemala. La región es de esos sitios que con el tiempo se vuelven un cúmulo de razones para emigrar: propensa a desastres como inundaciones o sequías, con empleo mal pagado y escaso más allá de la agricultura, además de hacer frontera con Chiapas, lo que históricamente ha abierto un corredor migratorio para el éxodo centroamericano. De Sololá son otras seis víctimas guatemaltecas. En ambos departamentos al menos siete de cada 10 personas viven en la pobreza. Alrededor de 1,4 millones de guatemaltecos se han visto obligados a buscarse la vida fuera del país.
“Si hubiera sabido que iba a tomar un tráiler, le habría dicho que por ahí no era, pero lo engañaron, no era lo que le habían dicho”, asegura Francisco Díaz Gallardo. Su hermano Jozué quería su revancha en Denver, donde ya había trabajado por una larga temporada en la construcción y donde lo esperaba otro hermano que vive ahí desde hace años. Después cruzó el Atlántico y decidió probar suerte en Barcelona, pero la pandemia borró cualquier posibilidad de quedarse y tuvo que regresar a trabajar como taxista en Tlahuitoltepec, una comunidad mixe en la Sierra Norte de Oaxaca, uno de los tres Estados más pobres del país, donde tres de cada 10 personas están en pobreza extrema, según datos oficiales. Después de cruzar a Texas por Laredo, de donde partió el camión con los 67 migrantes, su familia no supo más de él. Jozué Díaz Gallardo fue el primer migrante mexicano identificado en la tragedia migrante de San Antonio. “Estuvimos orando 17 días para que nos llegara el cuerpo”, recuerda Francisco. “Fue un dolor doble, por su muerte y por la espera”, dice antes de colgar el teléfono.
Marcial Trejo se pasó la vida cruzando fronteras. Para él era un recurso habitual, un arriesgado as bajo la manga cuando el trabajo empezaba a faltar en su Querétaro natal y el dinero se esfumaba. La primera vez que entró a Estados Unidos lo hizo caminando. “Me dijo que sufrió mucho, que ya no quería volver a pasar por eso”, cuenta al otro lado del teléfono su esposa, Rosa María Angélica Martínez. Ellos se conocieron hace 10 años, se enamoraron y se buscaron la vida por todo México y EE UU, allá donde salía empleo. Cuando Martínez se quedó embarazada por primera vez, se fue a EE UU a dar a luz. Así su hija, al nacer allí, podría contar con un pasaporte estadounidense. Trejo le siguió los pasos en cuanto pudo. Tuvieron tres niñas, que ahora cuentan con cuatro, seis y nueve años. “A Marcial le gustaba mucho el baloncesto y jugar con ellas”, recuerda la mujer.
El último año lo pasaron en Georgia, donde un hermano suyo le consiguió un trabajo de albañil. Su objetivo era ahorrar para una casita que se habían comprado en Jalpan, Querétaro. Un mal día tuvo un encontronazo con la policía, y entre eso y sus antecedentes —hace más de 10 años pasó una temporada en una cárcel estadounidense por un asunto de drogas— fue deportado. “Dos semanas antes de lo ocurrido me dijo que iba a buscar cómo venirse para acá a estar con nosotras, que íbamos a lograr lo que siempre habíamos querido”, relata su esposa. “Cuando me dijeron que había muerto en el tráiler me dije, ‘¿pero cómo?’, él siempre me decía que eso era bien peligroso, es la primera vez que usaba un tráiler para cruzar”, dice resignada. Su cuerpo fue enterrado en Querétaro. Su familia, sin ninguna fuente de ingreso, permanece en Estados Unidos.
La tragedia de Texas se ensañó con los más jóvenes. La media de edad de las víctimas era de 26 años. En México, el fallecido de menor edad fue Pedro Daniel Téllez González, que apenas había cumplido los 16 años. El más joven de los 53 era el guatemalteco Pascual Melvin Guachiac Sipac. Había cumplido 13 años el pasado 30 de abril. Su primo Juan Wilmer Tulul Tepaz, apenas un año mayor que él, tampoco sobrevivió.
“Ya estamos aquí de este lado en Texas. Ya llevamos tres noches y tres días, y los chavos están bien desesperados”, contaba Juan Jesús Trejo Téllez, un migrante del Estado de México, en un video enviado a su familia. “Aquí hay como 50 personas y todos amontonados”, narraba. Varias víctimas documentaron su trayecto. Casi todos cruzaron el río Bravo y atravesaron el desierto guiados por los traficantes, incluso varios aseguraron haber visto cómo otros migrantes no sobrevivieron en el camino. Los 40 hombres y las 13 mujeres que murieron llegaron a diferentes ciudades fronterizas de Texas, como Roma, McAllen y Laredo, el punto de partida del camión antes de ser hallado en San Antonio, según los relatos de los fallecidos y de los supervivientes.
En múltiples testimonios publicados en las últimas semanas, las víctimas relatan que esperaron durante días en casas de seguridad de Texas, ranchos vigilados o bodegas. Los traficantes limitaban la comunicación con sus familias, les hacían creer que podían ser rastreados por sus teléfonos y decidían cada día quiénes salían y cuándo. “No sabía que se iba a subir a un tráiler”, cuenta Daniel Delfino Marroquín, padre de Aracely Marroquín, una joven guatemalteca que falleció a los 21 años.
“La gente estaba gritando, algunos lloraban, sobre todo las mujeres pedían que se detuviera y abrieran las puertas porque el camión estaba caliente y no podían respirar”, recordaba Yenifer Cardona, una superviviente guatemalteca de 20 años, en una entrevista con la agencia AP. “Con el calor estamos aquí sude y sude”, contaba desde dentro Trejo Téllez.
Caitlyn Yates, del Centro Strauss para la Ley y la Seguridad Internacional, señala que conforme se han endurecido los operativos para frenar el tráfico de migrantes, los tráileres se han afianzado como una alternativa migratoria cada vez más común. Alrededor de uno de cada diez migrantes ha viajado en transporte de carga en algún punto de su camino hacia el norte y más del 80% eludió los controles migratorios en 2021. El tráiler de San Antonio pasó por dos retenes migratorios sin ser detenido. Texas no fue un caso aislado y el fenómeno es cada vez más común. Esta misma semana fue abandonado un tráiler en Veracruz (México) con un número estimado de 400 migrantes.
Arturo Rocha, que coordinó la respuesta de la Secretaría de Relaciones Exteriores en Texas, explica que en un principio hubo una sobrestimación de los mexicanos fallecidos porque se encontraron varias credenciales oficiales que no eran de las personas que murieron. La hipótesis más plausible es que se las dieran los traficantes para transitar por México sin ser detenidos. Yates señala que son varios los servicios que ofrecen las redes de trata de personas. En algunos casos, los traficantes proveen un “paquete de traslado completo” que incluye varios medios de transporte para cada etapa del camino, alojamientos, la oportunidad de volver a intentarlo si son arrestados en el camino o la posibilidad de pagar a plazos. El camión es solo un eslabón de una red clandestina que se extiende por miles de kilómetros y que deja alrededor de 1.000 millones de dólares al mes en ganancias.
En la opinión de Rocha, la tragedia es un reflejo de la necesidad de atender las causas de la migración en las comunidades de origen y de despejar las vías legales de migración, asilo y refugio. “Necesitamos una válvula de escape para personas que quieren trabajar legalmente”, dice el coordinador de Estrategias y Políticas Públicas para América del Norte. Las autoridades mexicanas han concluido la repatriación de los cuerpos y han empujado para que los tres supervivientes de México reciban un alivio migratorio que les permita quedarse en Estados Unidos.
Cuatro sospechosos han sido detenidos, entre ellos dos mexicanos. Juan Francisco y Juan Claudio D’Luna, padre e hijo de 48 y 24 años, están acusados de portación ilegal de armas, según el expediente abierto en Texas. Los estadounidenses Homero Zamorano Jr. y Christian Martínez están señalados directamente por transportar a los migrantes y podrían ser condenados a cadena perpetua de ser encontrados culpables.
El pasado marzo, Álvaro Enrique Ojeda, otro de los fallecidos, compartió una publicación en su Facebook que tenía algo de premonitorio: “Me encanta cuando los vatos de mi rancho se van a trabajar a Estados Unidos. Son unos chingones, no cualquiera tiene la valentía de dejar a su familia y el calor de su casa por buscar un futuro mejor, échenle muchas ganas, todo sacrificio tiene su recompensa compas”. Tres meses más tarde, él conoció el sacrificio, pero no llegó a disfrutar de la recompensa, como otras 52 víctimas. Un mes después todo es duelo, altares y memorias de los muertos. “Pasan los días y no sé si volveré a ser la misma”, dice Olga Gallegos. Por delante queda el reto de intentar seguir con su vida.