EL PAÍS
DAVID MARCIAL PÉREZ
Ciudad Juárez / El Paso – 06 oct 2023. Lo más difícil es no cortarse al atravesar la alambrada. Hay que poner una manta gruesa o un bulto de ropa sobre las cuchillas antes de saltar. O, si hay suerte, alguien trae unas tenazas y entonces se puede entrar gateando. Una vez dentro, las manos arriba, caminar despacio pegado al muro y entregarse a la patrulla fronteriza en la puerta 36. Es el manual de instrucciones de Alejandro Cárdenas, un recién licenciado en Arquitectura por la Universidad de Caracas. Se lo ha ido explicando todo paso a paso por WhatsApp su primo, que cruzó así la semana pasada. Ahora falta el resto de la familia Cárdenas: otros tres primos, dos hermanas, la madre y una nieta de tres añitos. Todos aguardan en el borde mexicano del Río Bravo, apenas un arroyo de cuatro metros de ancho en este tramo, convencidos de que esta noche también ellos van a conseguirlo: “Todos los días pasa gente. Yo hoy voy para dentro con la bendición de Dios”.
La Puerta 36 de la frontera de Ciudad Juárez (Chihuahua) con El Paso (Texas) es una especie de amuleto de la suerte para cientos de migrantes, sobre todo venezolanos, que durante las últimas semanas se han ido concentrado en este pedazo de tierra desértica cargados de fe. Hay restos de ropa por el suelo, incluso alguna tienda de campaña. Llegaron a montar pequeños campamentos en el primerísimo paso estadounidense, pasado el río y rozando ya las alambradas. En los últimos días, por las redes han corrido videos de grupos grandes avanzado a la carrera entre la resignación de los agentes de migración mexicanos.
Un migrante lava ropa en el río cerca de la frontera en Ciudad Juárez.
Un migrante lava ropa en el río cerca de la frontera en Ciudad Juárez.
RODRIGO OROPEZA
Tanto revuelo ha provocado un refuerzo de la seguridad en la zona. La Guardia Nacional texana ha ido desmantelando a golpes los campamentos y esta noche hay cinco furgonetas vigilando y un puñado de guardias armados. De vez en cuando, alguna luz azul de los policías apunta a la cara de alguien del grupo, pero no parece que sea suficiente para intimidarlos. “Llevo dos meses viajando casi a pie, he visto gente morir, me han robado, he pasado hambre, así que ahora no me pienso ir de aquí”, dice Gregorio Vázquez, dueño de un pequeño taller mecánico en un pueblo venezolano. Mientras cuenta cómo su esposa y su hija pasaron estos días a gatas por uno de los agujeros en la alambrada, una voz avisa de que otro grupo ha conseguido pasar al otro lado y los están metiendo por la famosa Puerta 36. Gritan, bailan y aprietan los puños de este lado. Es una inyección de adrenalina para la gente que sigue llegando sin importarles nada el viento que cada vez levanta bocanadas más grandes de arena. “Papi, los siguientes vamos a ser nosotros”, dice una mujer con la cara tapada con un pañuelo para protegerse del polvo.
Los registros de la patrulla fronteriza calculan que sólo en septiembre, 50.000 venezolanos ingresaron sin papeles a EE UU. Son una de las nacionalidades que más aporta a la crecida de un flujo de migrantes que ha ido aumentando progresivamente desde mayo, cuando se decretó el fin del Título 42, una excepción por razones sanitarias, prorrogada desde la pandemia, que permitía la deportación inmediata sin trámite alguno. Las analistas explican las razones de este pico de venezolanos como una especie de efecto llamada por una mezcla de buenas noticias y rumores a medias.
Por un lado, es cierto que el Gobierno estadounidense ha otorgado permisos de trabajo para cupos de venezolanos. También es verdad que al no contar con un tratado bilateral de deportación tras la ruptura diplomática desde los tiempos de Hugo Chávez, cuando son detenidos en la frontera suelen pasar después a un limbo legal entre que son liberados y hasta que tienen los juicios. Ese paréntesis puede durar hasta dos años. Pero eso no significa que todos sean bienvenidos. El Departamento de Seguridad Interior ya ha anunciado esta misma semana que ha llegado a un acuerdo con Caracas. Las deportaciones comenzarán “rápidamente en los próximos días”.
Rocky Balboa en El Paso
Karismar Rodríguez tiene 38 años y acaba de ser liberada de uno de las centros de detención para migrantes con forma de carpas en El Paso. Cruzó el río hace cinco días, puso una manta sobre las cuchillas y se entregó a la policía. La tarde de este jueves, unas horas antes de que sus compatriotas se preparen para dar el salto en la noche, cuenta sentada en una calle de la ciudad texana lo mal que lo ha pasado hasta que la soltaron. “Nos levantaban a las cuatro de la mañana a ducharnos y apenas me dieron medicinas”. Karismar tiene los ojos muy rojos y no para de pestañear mientras habla. La última etapa hasta llegar a la frontera fueron tres días subida al techo de un tren, un mastodonte de mercancías, la nefasta Bestia, como es conocida entre los migrantes. “De tanto viento y tanto frío me dio otitis. Y ahora creo que tengo una infección en los ojos”.
Su marido, que la acompañó durante el viaje de dos meses y casi 10 países, la escucha de pie y asiente con la cabeza. Recuerda ver cadáveres flotando en el Darién, la selva que separa Colombia de Panamá. Pero tiene muy claro que la peor parte fue en México. “Los policías nos bajaban del tren, nos robaban el dinero y nos dejaban tirados en el desierto. Y menos mal que nos libramos de los malos (los coyotes, traficantes de personas)”. Resume así su odisea migrante: “Somos como Rocky Balboa, el boxeador de la película, todo el día llevando coñazo”.
Los dos tienen una pulsera amarilla en la muñeca. Significa que los van a mandar de Texas a algunas de las ciudades “santuario”, llamadas así por su política más proteccionista con los migrantes. Ellos van a Nueva York. Allí tienen pendiente su primera audiencia para el juicio por deportación, para junio de 2024. No podrán trabajar legalmente y tendrán que buscarse la vida. “Yo no sé qué pasará pero seguro que estoy mejor allí que en mi país”.
A la familia de al lado la mandan a Chicago. Son otro grupo de venezolanos. La madre cuenta que también cruzaron entre varios sin perder de vista a uno de sus hijos, casi un bebé, mientras juega en la acera. La calle está abarrotada. La ciudad ha colocado incluso baños públicos en las aceras. Todos esperan a la puerta de una iglesia pintada de azul y una Virgen de Guadalupe gigante para que les den comida y algo de ropa. El Paso, un oasis demócrata dentro de la muy republicana Texas, está saturada. En los albergues no caben más. El alcalde, Oscar Leeser, declaró a finales de septiembre que la ciudad había llegado a un “punto de quiebre” y ya no podía ayudar a todos los migrantes.
El alcalde ha llegado incluso al agradecimiento con la política del gobernador texano, Greg Abbott, un duro halcón republicano, de repartirlos por las ciudades santuario. Es una estrategia de presión para erosionar las medidas más permisivas del Gobierno del presidente Biden con la migración. Abbot es un adicto a la provocación. Ha colgado un muro de boyas en las zonas más caudalosas del río y suele bloquear las entradas comerciales por tierra, con la excusa de controles exhaustivos, creando millonarias pérdidas económicas para México.
Ante la presión, Biden ha ido progresivamente apretando el puño en la frontera. En mayo, tras el fin del título 42, envió más de 24.000 agentes en total a lo largo de la franja de 3.200 kilómetros. Otro vuelta de tuerca más a finales de septiembre con 800 nuevos agentes y el anuncio de una aceleración en las deportaciones. Y esta misma semana, el presidente convirtió en papel mojado la promesa que hizo nada más llegar a las Casa Blanca: “No se destinarán más impuestos de los estadounidenses a construir un muro”. Mediante un decreto ha dejado sin efecto 26 leyes federales, lo que permitirá construir 32 kilómetros de valla en el sur de Texas.
La llegada masiva de migrantes durante los últimos meses amenaza con romper todos los récords recientes. El pronóstico son más de 200.000 detenciones registradas para este año. El Gobierno compaginará a partir de ahora la mano dura con las medidas para ordenar el flujo como las políticas de cupos, los acuerdos con los países de origen o el sistema digital para solicitar asilo mediante la aplicación CBP one. En las calles de El Paso, uno de los venezolanos veteranos cree que sus compatriotas seguirán viniendo. Tiene un tatuaje encima de la ceja derecha que dice “El Cuello”. Es su apodo desde que conducía autobuses en un barrio de Caracas. “Allá la plata no te da para nada”. Lleva casi un año en El Paso. Va por su segunda vista de deportación pero todavía no tiene fecha definitiva. El Cuello se despide montado en una bicicleta roja porque mañana madruga para trabajar en la construcción “por unos buenos dólares”.