EL PAÍS
CARLOS MEGÍA
Madrid – 28 MAY 2023 – Los flamencos lo tildarían de duende, los parisinos como je ne sais quoi y los anglosajones de x factor, pero lo que es común e indudable es que ella lo tiene. Ese carisma innato y magnético que hace que todas las cabezas se giren a su paso hasta el punto de obviar durante unos segundos cualquier otro pensamiento presente en su mente. Por ejemplo, la preocupación por la hora y media de retraso desde el horario fijado para el encuentro y que obliga a programar una nueva cita con esta rockstar. Pero como dijo Gandalf, “un mago no llega tarde ni pronto, sino justo cuando se lo propone”, y Paulina Rubio (Ciudad de México, 51 años) debe de saber un rato de magia. Solo así se entiende su idilio con el éxito que ya se extiende durante cuatro décadas y que trata ahora de prorrogar con el sencillo No es mi culpa, un pegadizo tema pop que reivindica las noches de fiesta, “tequila y show” tras los oscuros tiempos pandémicos y rescata su alma más desinhibida. “Para poder crear hay que sufrir y sacar a la niña que llevas dentro. Mi arte es la forma de expresar mis sueños guajiros y volver a las raíces, a los cinco elementos, a la pureza de tener el pelo revuelto y despeinado”, explica en conversación con EL PAÍS.
La mexicana llega a la cita vistiendo su icónica minifalda, quizá la prenda más característica de ella de todas, con camisa blanca de aire romántico, cazadora vaquera oversize repleta de flecos y el oportuno toque dosmilero: calcetines con zapatos de tacón. Durante toda la jornada no se desprenderá tampoco de unas gafas de sol de gran tamaño que ejercen, se intuye, como un calculado biombo entre la artista y la persona. Posa generosa ante el fotógrafo, propone, pero se deja hacer y decide comenzar ella misma una entrevista que continuará al día siguiente, ya por teléfono. “¿Cuánto tiempo llevas como periodista en EL PAÍS?”, pregunta con tono amable y curioso. Una vez respondida la consulta, no sin desconcierto, Rubio se levanta del taburete y antes de marcharse al siguiente compromiso, proclama: “Es el mejor periódico”. Estaba en lo cierto Boris Izaguirre cuando la comparó en estas páginas con un GPS, “porque te lleva por donde ella quiere”.
Recién terminada una clase de yoga, la intérprete de éxitos como Y yo sigo aquí o Ni una sola palabra comparte su gozo por poder disfrutar de la que denomina como su segunda patria. “Me encanta pasear por el viejo Madrid y perderme en sus callejones de incógnito. Donde más feliz he sido aquí es en el barrio de La Latina”. Famosa desde antes de nacer y estrella del grupo infantil Timbiriche con apenas 11 años, pasó los primeros veranos de su vida en el paraje gallego de Trasanquelos (A Coruña), enviada por su madre, la actriz Susana Dosamantes, para conectar con su ascendencia española. “Mi abuela Macuca y su hermana nos recogían en Barajas, en un Renault Twingo impresionante de los setenta, y yo les cantaba”, evoca enternecida. “Recuerdo correr con mi hermano, los columpios, ser salvaje sin zapatos y tratar de cazar los salmonetes bajo las piedras del río. Teníamos un piano eléctrico y ahí empecé a hacer melodías desde muy pequeña por todo el pueblo”.
En sus palabras es justamente esa conexión con su ‘yo’ de niña, ajena a cualquier miedo, una de las claves de sus décadas de éxito en la industria: “Imagino que tiene que ver con que sea auténtica y transparente. Soy muy guerrera y me gusta la caña”. La mexicana ofrece respuestas cortas y más cercanas al esoterismo que al argumentario calculado de cualquier otro artista en promoción. Con ella no valen guiones, es un estado de ánimo: “Tengo la piel como un delfín: gruesa y suave”, “soy un prisma multicolor” o “no soy un objeto, soy un alma” son algunas de sus reflexiones. Se dice reseteada, centrada en el aquí y el ahora, curada en su conjunto —”desde la covid hasta de espantos”— y agradece el efecto terapéutico que su oficio ha tenido en ella. “La música me ha sanado y sigue siendo mi medicina. Me salvó de todo y todos. Yo sano a mi público con mis letras y ellos lo hacen conmigo”, corrobora.
Su mundo cambió el pasado julio tras el fallecimiento de su madre, conocida como “el rostro más bello de México”, a los 74 años. “Para mí hay un antes y un después”, reconoce. “En el duelo no hay atajos. Hay que ser auténtica y vulnerable, ir día a día. Me siento afortunada de haber tenido una madre tan fuerte y valiente, que siempre estuvo conmigo”. Preguntada acerca del paralelismo entre su infancia y la de sus dos hijos, Andrea Nicolás y Eros —fruto de sus relaciones con el empresario Colate Vallejo-Nágera y el cantante Gerardo Bazúa, respectivamente—, la artista apela a la generosidad de sus retoños: “Para ellos es algo natural y orgánico, lo entienden como una forma de vida y un legado. Saben que si su mamá va a Disney a lo mejor se tiene que hacer un par de fotos, como Mickey, pero les explico que tienen que ceder un poco y lo llevan bien. Son fantásticos y puros”.
Que nadie entienda No es mi culpa como el canto del cisne de Paulina Rubio. La de Ciudad de México quiere más y asegura estar dispuesta a llenar este verano de canciones y conciertos. “Tengo muchos proyectos nuevos: con editoras, docuseries, biopics… Pero me siento una cantante de estudio y disfruto de mi catálogo”. Quien llevara el pop latino a lo más alto de las listas de todo el mundo está convencida de que puede repetir la hazaña. La “chica dorada” ha vuelto, aunque no parece que su apodo más longevo y compartido la complazca demasiado: “Las etiquetas solo me gustan para quitármelas. A mí llámame Pau… y me encontrarás”.