Juan Manuel López García.
El gobierno que ejerce el presidente de México siempre ha tenido un grave problema público y un gran éxito para sus bases políticas: prioriza la comunicación antes que la técnica. La frase ocurrente precede a la planeación. La propaganda eclipsa la política pública. Por ello, la estrategia de seguridad siempre ha sido un cúmulo de expresiones dicharacheras. “Abrazos no balazos” es la reina de una política de seguridad hueca. El operativo para detener a Ovidio Guzmán es la admisión tácita del fracaso presidencial. No había Plan B. Sólo había una dolorosa administración de la violencia. No mover el avispero. ¿Para qué? Los cimientos de la política de seguridad han sido duramente desmentidos por la relidad.
No es cierto que los programas sociales pacifican. La evidencia es contundente: las oportunidades y la movilidad social sí son instrumentos para reducir la violencia; los programas asistencialistas no lo son. Un chavo podría optar por no enrolarse en las filas del crimen organizado sí y sólo sí tiene una expectativa de futuro. Un apoyo del gobierno con fecha de caducidad (un año) por 3 mil 400 pesos no desincentiva que se pueda volver halcón o trabaje para las mafias. Es pensamiento mágico del obradorismo. Otra realidad es que a través de educación y oportunidades tenga la posibilidad de abandonar la pobreza de forma estructural. Repartir dinero es una buena estrategia electoral, pero no tiene ninguna eficacia ni en términos de movilidad social ni tampoco en pacificación.
La negociación y la paz narca no son opciones. Hay quien considera que el gobierno debe sentarse con los delincuentes a pactar la paz. Eso es insostenible. Los grupos criminales no son actores con reivindicaciones políticas, sino cárteles que buscan maximizar sus ganancias a través de la protección violenta del mercado. Negociar con ellos es negociar la claudicación. El Estado abdicando de la ley. Por lo tanto, la realidad termina imponiéndose. No hay acuerdo con los criminales que pueda durar en el tiempo. No hay dilema entre detener capos y evitar la violencia. Inteligencia y fuerza se retroalimentan si se conjugan adecuadamente. En el culiacanazo de octubre de 2019, López Obrador nos dijo que ordenó la liberación de Ovidio para evitar la violencia en las calles de Culiacán. Pues, tres años después, el operativo fue un éxito. Claro que hubo reacción de los grupos criminales, pero el estado de derecho se impuso. La operación fue a las 4:00 de la mañana y con todo el sigilo necesario. Era mentira que tuviéramos que elegir entre la paz social y la detención de los capos más sanguinarios del país. Qué bueno que el Estado mexicano actuó con eficiencia y prudencia, pero eso sólo nos confirma el fiasco de 2019. Si las cosas se hacen bien, es posible minimizar los efectos adversos en la ciudadanía.
Parece obvio, pero no lo es para el presidente ha dejado en claro que para él la justicia es su interpretación de la realidad. Al ser la encarnación del pueblo, el presidente asume que sus valores son la justicia. Y si la ley dice otra cosa, pues: “no me vengan con que la ley es la ley”. El problema es que, en una república democrática, las leyes son el reflejo del consenso social y, por ello, de lo que la ciudadanía considera como justo o injusto, colectivamente tolerable o intolerable. No se puede ser justo si se cierran los ojos frente a los criminales. No toda la violencia es producto de la corrupción. A menos que utilicemos el concepto de la corrupción para explicar todo en esta vida (como lo hace López Obrador), la penetración del crimen organizado es también un asunto de economía. David (el Estado) contra Goliat (el crimen). No hay comparación entre la capacidad de fuego de los criminales y la posible respuesta de las policías municipales, estatales o incluso la Guardia Nacional. Son muy poderosos porque se han convertido en un Estado dentro del Estado. Y eso no sólo se combate con bonitas frases o apelando a la buena voluntad de los criminales, sino con instituciones más sólidas en materia policial, ministerial y de inteligencia. Institucionalmente, el actual es un sexenio perdido en la inseguridad que es galopante.
La realidad es que el presidente ha infantilizado la política de seguridad como mecanismo político. Supuestamente para que todo el pueblo lo entienda o eso dicen sus voceros. No sé si ha habido pacto de Morena con el crimen en distintos estados, pero lo irrefutable es que discursivamente el presidente trata peor a los periodistas que a los delincuentes. Y en muchas ocasiones parece papá regañando a los hijos: “fuchi caca”; “los voy a acusar con sus mamás y sus abuelos”; “se portaron bien en las elecciones”. Me dirán que así conecta con el pueblo, pues los resultados no avalan tampoco esa tesis. Y tampoco creo que el pueblo deba ser tratado como menor de edad.
Han sido cuatro años de improvisaciones. Nada distinto a Felipe Calderón que a mitad de su sexenio se dio cuenta que su estrategia era un fiasco. O Peña Nieto luego de Ayotzinapa. Lo cierto es que López Obrador nunca admitirá que está cambiando su política de seguridad. Sería admitir que sus premisas siempre fueron falsas, sin diagnóstico ni evidencia (por voluntad propia o por presiones de Estados Unidos). Es el problema de hacer del gobierno un monumento a la propaganda, sin inteligencia ni técnica. Terminas comiéndote tus propias aseveraciones. Datos y no relatos: los hechos dibujan el fracaso. Veremos si enero de 2023 es el comienzo de un enfoque más realista en materia de política de seguridad. Aunque no reconozcan desde el Palacio Nacional que se erró. Porque en definitiva no hay justica sin combate a la impunidad.
Jugadas de la Vida.
Menos roscas, conciertos, paseos y propaganda. Más presupuesto y mantenimiento para el METRO de la Ciudad de México y otros servicios indispensables. Panem et Circenses tiene un límite.
Twitter: @ldojuanmanuel