EL PAÍS
JOSÉ PABLO CRIALES
México. Frente al cadáver de un niño, la guerra termina para dos soldados de bandos opuestos. Desertar, ante el alucinatorio desierto mexicano, es otro comienzo antes que un final. Juan y Lázaro han matado tanto que no recuerdan ni quienes eran. Ahora, abandonados a sí mismos, se descubren: una historia en común de la que solo uno recogerá pedazos, una vida que se traduce en condena y un miedo aún más profundo que el desierto y su violencia estruendosa.
“Me gustaría que fueras una mujer, Lázaro. Así yo sería un hombre normal”, dice Juan en la oscuridad de una cueva. “Qué más da que seamos: putos, hombres, mujeres; a nadie le importa, no somos nadie, Juan”, responderá Lázaro antes de auparse al caballo. No volverá, pero el descubrimiento de su secreto arrojará a Juan a una cacería imposible de terminar.
La historia de Furia, la primera novela de Clyo Mendoza (Oaxaca, 1993), no comienza ahí, pero esa búsqueda es su punto de partida. “Me interesaba mucho hablar de las disidencias, voluntarias e involuntarias. Ya sea sexual, política, geográfica o neuronal, una disidencia es una manera de habitar el mundo. Y muchas veces el yo se vuelve contra el yo”, afirma la autora, ganadora del Premio Internacional de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz en 2018 —la más joven en conseguirlo—, que este miércoles presenta la novela en España y Argentina con la editorial Sigilo, tras la edición mexicana de Almadía.
Escritoras y nigromantes: nuevo gótico latinoamericano
Ante la pérdida, Juan busca a su padre, un hombre que dice ser soldado antes de abandonar su casa para siempre. Vicente Barrera, un vendedor de hilos que arrasó como un torbellino por las vidas de mujeres que lo odian y lo veneran, pasa sus últimos días amarrado como un perro rabioso. Un trabajador de morgue, Salvador, se pierde en el desierto y confunde los cactus con la persona que ama. Sobre los ecos de de las historias de estos hombres rotos —y de sus madres, amantes y compañeras— Mendoza desnuda la pulsión animal que se cuece y estalla entre el dolor, el miedo y el deseo alrededor de un paisaje que los aprisiona tanto como los libera.
“Nos han enseñado a creer en ideas fijas: la verdad, dios, el sexo, el amor”, dice Mendoza sobre sus personajes. “A muchos hombres les enseñan a ser estoicos, fuertes, intocables, conceptos que a la larga llegan a ser muy limitantes y dolorosos”. Detrás de Juan y Lázaro, Sara y Cástula, madres abandonadas a su suerte, que lloran abnegadas, pero que también recorren la tierra del sol abrasador entre fantasmas y deseos en silencio. “La educación judeocristiana dice que la furia, el erotismo, no tienen ningún poder trascendental. Creo que es algo que nos han enseñado sobre todo a las mujeres, una moralidad que también ha aprovechado el Estado en su laicidad como un sistema de sometimiento ideológico”, describe la autora. “Ambas son una expresión de vida. Hay que replantearnos por qué la ira y el erotismo han sido tan mal vistos a lo largo de la historia, si son una fuerza liberadora y evolutiva, dos rasgos que nos hacen la especie que somos”.
En la búsqueda de respuestas, los personajes de Mendoza se enfrentan al infierno, que más que un incendio dominado por un señor con cuernos es la posibilidad de una verdad absoluta. En la figura de un mercader que vaga por el desierto contando historias, cada personaje enfrenta la posibilidad de saber lo que busca. “Conocer la verdad objetiva, no nuestra verdad mortal, es algo atroz” afirma Mendoza. “La enfermedad en el libro es esa falta de verdad: ¿soy un perro o me imagino que soy un perro?”.
Hija de una maestra rural que se llevó a sus hijos a recorrer la Sierra Mixteca, Mendoza reconoce el origen del libro en las historias que escuchó en la montaña cuando era niña y en el interés por esas rupturas que marcan una vida frente al orden establecido. “Ciertas cosas nunca se escriben, pero dentro de las familias, sí que se cuentan. Siempre agregando algo, inventando, por lo que me pregunto hasta qué punto la memoria lo ha modificado para que sea más cómodo o sea un reto”, dice. Entre los golpes de la violencia de la costa pegada a la tierra caliente de Guerrero, una educación conservadora por no haber otra cosa, y un interés obsesivo por los estados alterados de la conciencia, la literatura de esta escritora de 28 años destila entre la vigilia y el sueño, con una contundencia poética y un dominio feroz de la tradición oral mexicana.
Ella agrega el reconocimiento del erotismo “como un placer de vida, una experiencia más allá del contacto con otra persona”. Algo que encontró en la escritora de Marosa di Giorgio. En el lenguaje alucinatorio y en el mundo de genealogías mezcladas con bestias, oscuridades y una exuberante naturaleza de la poeta uruguaya, Mendoza conecta con las experiencias que más le interesa comunicar. “Mi infancia pasó en espacios bien exuberantes, la selva, la costa, donde una experiencia erótica puede ser el agua, los pececitos que te están mordiendo la pie… pero Furia es un poco más dramático”.
En Furia el desierto también sangra, decide, y ata el destino de los demás. La corporalidad del paisaje es una constante en la literatura de Clyo Mendoza. En su primer poemario, Anamnesis (Cuadrivio, 2016), hecho de la violencia intergeneracional contra las mujeres y las pesadillas del alma que entra en otro cuerpo, las voces son diluvio y el abismo el océano. En Silencio (Fondo Editorial del Estado de México, 2018), un hombre lanza a su esposa al río hecha pedazos, la mujer habla del horror, pero su voz es un eco en la sierra.
“La brujería, la relación con dios, hay una fascinación ahí, especialmente desde la perspectiva de los pueblos indígenas. Los mayas dicen que un estado alterado que puede llevar a la evolución de la conciencia, porque te hace plantarte la muerte sin morirte”, dice Mendoza, licenciada en Letras Hispánicas por la Universidad Metropolitana de México. Hoy anda repasando un documental de Alain Resnais y Chris Marker, Las estatuas también mueren, una denuncia de la banalización de la colonia sobre el arte africano. La desolación de las estatuas atrapadas en museos –”todo eso que estaba destinado a altares, a espacios naturales, a manifestar la humanidad”– lleva a la escritora a pensar en el lenguaje, un territorio en el que disecciona una lucha presente y una preocupación por el pasado. ”Estamos decidiendo si el lenguaje está vivo o es algo inanimado, no empático”, dice, y gira: “Lo que más me preocupa es si los ancianos se dejan de preocupar por contar porque ya nadie les escucha. ¿Qué nos va a pasar cuando nos dejen de contar cosas?”.