Dos papas convertidos en banderas de una guerra cultural en la Iglesia

EL PAÍS
DANIEL VERDÚ
Roma – 01 ENE 2023 – Cuando el helicóptero blanco en el que iba sentado Joseph Ratzinger ―y que él mismo había pilotado en otras ocasiones― comenzó a batir la hélice en los jardines vaticanos y voló hasta el palacio papal de Castel Gandolfo atravesando toda Roma, nadie podía imaginar cómo terminaría aquella aventura. Benedicto XVI había renunciado al papado pocos días antes y se apartaba temporalmente de la Santa Sede para dejar libertad a un cónclave que proclamaría a un nuevo monarca. El 13 de marzo de 2013, el elegido por el Espíritu Santo ―y cinco votaciones― resultó ser un argentino que debía poner patas arriba la Iglesia universal y barrer todo aquello que Benedicto XVI no había logrado limpiar. Cuando regresó, se encerró en el convento de Mater Ecclesiae, a tres minutos en coche de la icónica entrada de Santa Ana y a solo varios centenares de metros de la residencia de Francisco. Cumplió su promesa de guardar silencio. Pero la guerra cultural y política que comenzó a librarse en la Iglesia con la llegada de Francisco le convirtió, a su pesar, en la bandera de los tradicionalistas. Su muerte reabre ahora un viejo escenario completamente nuevo.
La película Los dos papas, ficción estrenada en 2019 y dirigida por el brasileño Fernando Meirelles, tenía poco que ver con la realidad. Nunca existió esa gran relación previa entre ambos papas. Y ni uno cantaba a los Beatles cuando se conocieron, ni el otro se dejaba enseñar a bailar tango. Es descabellado pensar que Ratzinger creyese que Francisco podía ser su sucesor antes de pasar por un imprevisible cónclave. La verdad señala que ambos pontífices mantuvieron una comunicación exquisita en las formas durante estos años y que Jorge Mario Bergoglio sí empujó con sus apoyos para que Ratzinger fuera nombrado Papa en 2005. Y es un hecho también que los opositores a Francisco han intentado utilizar a Benedicto XVI desde que se retiró como símbolo de la rectitud teológica frente a lo que consideran una traición a la Iglesia (el actual pontífice ha sido acusado de hereje al proponer la comunión para los hombres divorciados que vuelvan a casarse). Y aunque recientemente el tono ha sido más diplomático, ha sucedido hasta el último día de vida del pontífice alemán.
El punto máximo de tensión llegó hace casi tres años con la publicación de un libro que, teóricamente, el papa emérito firmaba junto al cardenal ultraconservador Robert Sarah y en el que se oponía frontalmente al celibato opcional y, sobre todo, a la ordenación de hombres casados (Desde lo más hondo de nuestros corazones. Palabra, 2020). Un tema sobre el que debía pronunciarse Francisco en el sínodo sobre la Amazonia y que convirtió la publicación en una inevitable injerencia. La figura del secretario personal y mano derecha del fallecido, Georg Gänswein, quedó ya irreparablemente dañada a ojos del entorno de Francisco, que le consideró responsable de que aquel libro llevase la firma de Benedicto XVI, cuando en realidad solo había escrito un texto de acompañamiento. Más teniendo en cuenta que estaba ya en esas fechas muy frágil y que, al parecer, no conocía la utilización final que se iba a hacer de sus reflexiones.
Ratzinger repitió varias veces durante su retiro que “solo hay un Papa”. Pero el sector conservador de la Iglesia, al galope a lomos de las guerras culturales que se libraban en Estados Unidos con la llegada de Donald Trump, convirtió a Ratzinger en su referente (el líder de la Liga, Matteo Salvini, solía llevar una camiseta que decía: “Mi Papa es Benedicto XVI”). Lo más curioso, sin embargo, es que dentro de la volcánica situación política de los últimos años y de la crisis de la izquierda, sirvió también como confort ideológico de un cierto sector progresista desencantado y que abrazó el mundo conservador como reacción. Sucedió dentro del Vaticano con una parte de la curia dispuesta al inicio a sintonizar con la revolución aparentemente progresista de Francisco, pero decepcionada luego por la falta de concreción de algunos elementos de aquel proceso.
El papa Francisco se reúne con el papa emérito, Benedicto XVI, en Castel Gandolfo, para tener un almuerzo, el 23 de marzo de 2013.
La muerte de Ratzinger abre ahora un escenario radicalmente distinto. Su sucesor aseguró a su llegada que tomaba buena nota de su renuncia, subrayando ese gesto como una vía que para siempre deberían ya tener en cuenta todos los papas. Y esa puerta, una vez superada la incómoda perspectiva de dos papas eméritos conviviendo en los jardines vaticanos, está abierta de par en par. En agosto, de hecho, Bergoglio protagonizó un acto de gran carga simbólica visitando en L’Aquila la tumba de Celestino V, el primer papa que renunció voluntariamente, en 1294. Su viaje, sumado a sus problemas de movilidad, desató todos los rumores. Pero él mismo aseguró luego que no se le había pasado por la cabeza renunciar.
Y esa es la tesis de muchos, que piensan que la muerte de Benedicto XVI puede provocar el efecto contrario. Sin la mirada silenciosa del pontífice emérito desde lo alto del monasterio de Mater Ecclesiae (madre Iglesia), Francisco podrá gobernar desde la Casa de Santa Marta con mayor libertad la Iglesia y expresarse de forma más personal. “Se gobierna con la cabeza, no con la rodilla”, respondió Francisco en una entrevista a ABC hace dos semanas respecto a un posible impedimento para seguir adelante.
Francisco ha puesto en marcha ya las principales reformas que quería emprender en su pontificado. La nueva Constitución apostólica, una suerte de remodelación de la Santa Sede y la curia, ya se ha iniciado después de años de diseños. El problema, ha explicado él mismo siempre, es que el desbarajuste económico con el que se encontró, le obligó a retrasar muchos de los planes que tenía en marcha para tratar de ordenar las finanzas. Ese apartado, tal y como se ha visto con la reciente dimisión del responsable económico del Vaticano, el jesuita español Juan Antonio Guerrero (por motivos de salud, pero también algo cansado de las resistencias encontradas), sigue todavía pendiente. Pero la agenda de Francisco sigue incompleta y no hay motivos para ver un horizonte de renuncia.