EL PAÍS
Zedryk Raziel
México hay casi 2.500 municipios repartidos en los 32 Estados. En un país tan vasto, hay municipios en sierras, planicies, selvas y desiertos, los hay calurosos o fríos y áridos o húmedos, los hay muy ricos y muy pobres, en muchos hay poblaciones indígenas y campesinas, en otros tantos solo quedan pueblos fantasmas, de migrantes o desaparecidos. Andrés Manuel López Obrador, de 69 años, se jacta de ser el único político de la historia de México que ha visitado todos y cada uno de esos territorios, al menos una vez. Quienes han cubierto alguna de sus campañas electorales han sido testigos de la intensidad con la que el dirigente hace trabajo territorial, con entre cuatro y cinco mítines al día. López Obrador ha construido su carrera en las causas de la izquierda andando en las calles (muchas veces el lodo) desde la década de 1990. Tantos años ensuciándose los zapatos con la gente lo volvieron un político popular y, en 2018, el presidente más votado en la historia del país. En el camino, el dirigente ha hecho escuela en su peculiar manera de entender la política como una campaña de movilización popular permanente. Claudia Sheinbaum, que hoy aspira a sucederlo en la presidencia de la República, busca emular el molde de su mentor en la lucha por la candidatura de Morena, para mostrar que, si alguien ha seguido sus pasos, ha sido ella.
En su primera semana de proselitismo, la exjefa de Gobierno de Ciudad de México ha visitado seis Estados, en los que ha encabezado en promedio tres mítines diarios ante miles de personas. La dirigencia de Morena dio a las corcholatas —los aspirantes— 70 días para promoverse en todo el país, de cara a la encuesta con la que el partido definirá quién será el candidato o candidata presidencial para las elecciones del próximo año. Sheinbaum tiene planeado hacer 200 eventos masivos en los 32 Estados en ese periodo, en una intensa campaña de diario, con algún descanso los lunes, que será el día de planeación de la estrategia, según ha confirmado a este periódico un integrante del cuarto de guerra. La exmandataria cumplió 61 años este sábado con una agenda de eventos por Querétaro, un Estado fuertemente dominado por el conservador Partido Acción Nacional (PAN). Para Sheinbaum, que ha estado a la cabeza en la mayoría de las encuestas de preferencias electorales, la vuelta al sol que dio la Tierra fue otro día ordinario de movilización popular.
Otra vertiente de su campaña, de acuerdo con el estratega consultado, consiste en el despliegue de brigadistas que irán casa por casa a promover la imagen de Sheinbaum. Esas brigadas son un símil de los ejércitos de militantes que lo mismo divulgaron la causa de López Obrador en sus colonias, cuidaron las casillas en días de elecciones, se fueron a acampar al Paseo de la Reforma tras los comicios de 2006 —que el dirigente calificó de fraudulentos— y se movilizaron en las calles contra la privatización del petróleo. La misma Sheinbaum formó parte de esos ejércitos obradoristas y lo ha traído a colación en sus mítines como una prueba de su fidelidad al líder. Esta semana declaró que ella ha sido la única que ha militado siempre en la izquierda y al lado de López Obrador, un dardo perfecto para sus tres adversarios en la interna morenista, el excanciller Marcelo Ebrard, el senador Ricardo Monreal y el exsecretario de Gobernación Adán Augusto López, que antes de auparse al obradorismo militaron en el PRI (aunque era difícil no hacerlo, siendo el partido hegemónico en el siglo pasado: el propio López Obrador estuvo en las filas priistas).
En una muy anticipada sucesión presidencial en la que los aspirantes se disputan los símbolos del obradorismo y la herencia del dirigente, Sheinbaum ha dedicado guiños a la filosofía de su mentor. La exmandataria se abre paso entre las multitudes repartiendo abrazos y besos, tocando manos y rostros, se toma fotos, recibe las peticiones de la gente, le llevan porras, le gritan “¡presidenta!”, todo es jolgorio. Toma el micrófono para decir que López Obrador es “el mejor presidente que haya habido quizá en la historia de México”, que él “siempre será el gran dirigente de México”, que es un hombre incansable, que nunca se rinde. Y repasa el rosario de logros de su Administración: que él nacionalizó el litio, que ha mantenido fuerte el peso, que ha dado pensiones a todos los ancianos, que ha extendido el sistema de salud pública, que ha construido universidades, que el Tren Maya y la refinería de Dos Bocas y el Aeropuerto Felipe Ángeles. Y cita de memoria Sheinbaum la terminología del diccionario de López Obrador: “no puede haber gobierno rico con pueblo pobre”, “el poder solo es virtud cuando se pone al servicio de los demás”, “por el bien de todos primero los pobres”.
El tono de la campaña de la exmandataria capitalina contrasta radicalmente con la impronta que Ebrard ha dado a la suya, muy lejos del manual de López Obrador. El excanciller, segundo en las encuestas, ha optado por encabezar eventos pequeños y con poca gente —lo que para los asesores de Sheinbaum es muestra de su falta de estructura electoral—, tener una fuerte presencia en programas de radio y televisión, apostar al contenido de redes sociales para audiencias más jóvenes, y polemizar para asegurarse un lugar todos los días en las portadas de los periódicos (como demostró el frustrado ofrecimiento de un cargo al hijo de López Obrador). El exfuncionario ha asumido una personalidad de rebelde en toda forma. Ha pedido que haya debates entre los aspirantes, ha apremiado al partido a que defina con prontitud el modelo de la encuesta, ha eludido la prohibición de hacer propuestas de campaña.
El tono disruptivo de Ebrard ha servido a Sheinbaum para mostrarse también como una discípula obediente de las reglas de la contienda interna establecidas por López Obrador, que ha asumido el rol de director de la orquesta sucesoria. Si en Tijuana una regidora quería hablar por el micrófono en su mitin, la exmandataria le decía que eso fue prohibido por el Consejo Nacional de Morena: “Las reglas de nuestro partido son muy claras: no podemos mezclarnos quien esté en el Gobierno ahorita y quienes estamos en el movimiento”. Si el excanciller —su rival más aguerrido— insistía en los debates, ella se remitía a los acuerdos: “Es muy claro en el documento que no es momento para el debate interno, o que el debate interno a quien va a fortalecer es a nuestros adversarios políticos. Así se nos dijo y así lo firmamos”. Si Ebrard volvía a buscar una oportunidad para hablar de sus propuestas de campaña, ella lo frenaba: “No se trata en este momento de debatir entre nosotros, sino más bien de poner [por delante] los logros de la Cuarta transformación, qué representa su continuidad y por qué no debe haber regresiones al pasado”.
Sheinbaum ha procurado eliminar de sus discursos la palabra “cambio”, como si mencionarla significara una claudicación del camino trazado por López Obrador. Mejor promete que pondrá un “sello propio” a su Administración, si gana en la encuesta y gana la elección presidencial de 2024. Por ahora, la mayor prueba para la exmandataria parece ser cuidar el molde del líder, usarlo sin romperlo, lustrarlo con cada alabanza, para después, por fin, devolverlo a su lugar en la historia.