EL PAÍS
SILVIA HERNANDO
El perro duerme plácidamente en el salón a los pies del sofá. De repente se mueve, patalea en el aire, parece que estuviera corriendo. A simple vista, se diría que persigue algo que se escapa dentro de su cabeza, una presa o una pelota imaginaria. Pero ¿de veras está soñando el animal como lo hacemos los humanos todas las noches? El alcatraz regresa por fin al nido donde le espera su pareja, con la que empieza a restregarse la cabeza y el cuello en cuanto se produce el reencuentro. ¿Se están saludando estas dos aves y dando muestras de alegría por volver a verse? Las cámaras de televisión retransmiten a una orca que arrastra a su cría inerte durante días enteros por las oscuras aguas del océano. Desde nuestra experiencia, la muerte de un hijo representa una indescriptible tragedia. Sin embargo, ¿atraviesan también los cetáceos un proceso de duelo? Y, cuando un chimpancé se sienta detrás de otro y le rasca la espalda y le acicala el pelo con cuidado, suavemente, ¿demuestra que posee la virtud de la empatía?
Atendiendo a las recientes investigaciones científicas y filosóficas, la respuesta corta a todas esas preguntas apunta en la misma dirección: sí, cada vez existen más pruebas de que los animales son dueños de esas y otras capacidades y emociones que hasta hace no tanto creíamos reservadas a los seres humanos. La respuesta larga —con sus apuntes, explicaciones, matices, contextos y pies de página— la recogen numerosos ensayos publicados en España en los últimos meses y años, decenas de libros que se sumergen en los misterios de la inteligencia animal entendida en un sentido amplio y abarcador, desde la capacidad de soñar a la de comunicarse por medio de lenguajes, manejar la idea de la muerte y manifestar un comportamiento eminentemente altruista, entre otras cuantas aptitudes.
“Hace 30 años no se podía decir que los humanos son animales, se tomaba como insulto”, dice Frans de Waal
De vuelta a los interrogantes, ¿indica esta efervescencia editorial que algo está cambiando en nuestro posicionamiento con respecto a nuestros compañeros de planeta? Para Frans de Waal, la contestación tiene forma de constatación: “Hace 30 años no se podía decir que los humanos son animales porque la gente se sentía insultada. Pero, por supuesto, los humanos somos animales”, resume el mundialmente reputado primatólogo neerlandés. Uno de sus ensayos recientemente editado en castellano, La edad de la empatía (Tusquets), examina las claves de la compasión de la que dan señales chimpancés, bonobos y elefantes, un tema que comenzó a estudiar hace décadas. “Creo que nuestra relación con los animales está cambiando en el sentido de que ahora reconocemos que existe una conexión. Reconocemos que nuestro comportamiento es en parte biológico y en parte cultural, pero nos ha costado más entender esto de los animales”, abunda. “Diría que ahora las jóvenes generaciones de científicos prestan mayor atención a la mente animal, a su cognición y sintiencia. Aunque hubo pioneros hace 100 años, ha habido una enorme resistencia a estas ideas”.
Un pulpo, en la ilustración de la cubierta del libro ‘Cuando los animales sueñan’.
Un pulpo, en la ilustración de la cubierta del libro ‘Cuando los animales sueñan’.
CHRIS FERRANTE (ERRATA NATURAE)
Tan contumaz se ha demostrado la oposición histórica a tomar en consideración la inteligencia no humana —más allá de la validación del consabido instinto animal—, que hasta hace relativamente poco no han abundado los textos científicos sobre la cuestión de si otros seres vivos pueden soñar cuando duermen. Esta negación, y las consecuentes reservas de la ciencia al abordar la investigación de la mente animal, como concede De Waal, resultan en sí mismas “contraintuitivas”. Salta a la vista que muchas especies con las que compartimos el día a día tienen capacidad de sentir y pensar. Sin ir más lejos, cualquiera que conviva con un perro concluiría, aun sin pruebas empíricas, que lo que este hace cuando patalea dormido es, efectivamente, soñar con que persigue a una presa o una pelota imaginaria. “Me ha ocurrido varias veces que, leyendo los hechos y observaciones que los científicos han publicado, me doy cuenta de que las conclusiones que ellos sacan no son las mismas a las que yo llego con esos mismos datos”, expone David M. Peña-Guzmán, filósofo mexicano que acaba de publicar Cuando los animales sueñan (Errata Naturae), el primer ensayo que se adentra en el mundo fantástico que se abre cuando los animales cierran los ojos. “Hay, digamos, una falla en la epistemología de la ciencia”, profundiza Peña-Guzmán, profesor de la Universidad Estatal de San Francisco, en EE UU. Una grieta hendida por “las ideologías y los prejuicios de la ciencia”, por una concepción “mecanicista” de los animales “que ha llevado a los investigadores a ver las cosas de una manera reduccionista”.
El peso del conductismo (la rama de la psicología que analiza el comportamiento a partir de estímulos y respuestas) ha desempeñado un papel determinante a la hora de que, durante mucho tiempo, los animales hayan sido considerados por la ciencia como poco más que una suerte de máquinas biológicas. Hablan de ello David M. Peña-Guzmán, Frans de Waal y también la pensadora española Susana Monsó, autora de La zarigüeya de Schrödinger (Plaza y Valdés), un libro sobre cómo comprenden y reaccionan ante la muerte desde las diminutas hormigas hasta las descomunales ballenas. “Los humanos estamos en constante búsqueda de razones para sentirnos superiores y diferentes, lo que se traduce en que a lo largo de la historia hemos identificado distintas capacidades que supuestamente nos hacen únicos”, argumenta la profesora de la UNED. En lo que se refiere a la percepción de la propia finitud, es cierto que las personas hemos desarrollado intrincadas teorías y rituales, palabras y gestos elaborados que aspiran a llenar un vacío cósmico, pero eso no significa que otros animales carezcan de un entendimiento de lo que implica el fin de la existencia. “Yo defiendo que el concepto de la muerte es un espectro”, explica Monsó, “algo que admite distintos grados de complejidad, y que en sus manifestaciones más simples es fácil que otras especies lo posean, pues está ligado a capacidades que son muy importantes para la supervivencia”.
Un grupo de belugas nada en el océano Ártico, en Noruega.
Un grupo de belugas nada en el océano Ártico, en Noruega.
SEBNEM COSKUN (ANADOLU AGENCY / GETTY IMAGES) (EL PAÍS)
La tendencia a ver cualidades humanas donde no las hay, el antropomorfismo, ha levantado una importante barrera para la aproximación al estudio de la mente animal. Como el influjo del conductismo, se trata de una cuestión que salta de uno a otro de estos libros. En efecto, reconoce Monsó, “existe el riesgo de que estemos interpretando el comportamiento animal desde la óptica humana, atribuyendo deseos, intenciones, emociones y otros estados mentales que realmente no están ahí”. Hay que andarse con cautela, pero, como agrega la investigadora, también deben encenderse las alarmas ante otros sesgos como la antropectomía, que sería la cara opuesta del antropomorfismo (o sea, no ver cualidades humanas donde sí las hay), así como el antropocentrismo, la manía de colocar al humano como la medida de todas las cosas. “Los científicos usan a menudo el término antropomorfismo para evitar que la gente compare a los humanos con los animales, es una manera de distinguir lingüísticamente”, agrega Frans de Waal. “De los humanos decimos que hacemos el amor y tenemos amigos, mientras que los animales se aparean y se asocian. Pero estas distinciones son en cierto modo inapropiadas, porque creo que especies cercanas a nosotros por supuesto que tienen amigos y que hacen el amor, pero no se quiere usar la misma terminología. Y yo me opongo a eso”.
Por su proximidad biológica, seguramente resulte lógico concluir que los primates se sitúan en un espacio limítrofe al de nuestras capacidades y experiencias. Pero ¿qué ocurre con otros animales, con seres mucho más desconocidos, algunos ignotos, con cuerpos y modos de vida radicalmente diferentes a los nuestros, como los insectos, los reptiles o los anfibios? Si colarse en una cabeza ajena se antoja una tarea laberíntica, acercarse al pensamiento de una libélula, una iguana o una salamandra podría verse directamente como una misión imposible. Aunque, quizá, la distancia que nos separa de esos seres resulte mayor por nuestra falta de conocimiento que por las diferencias constatables. “Sabemos mucho sobre las ratas. ¿Por qué? Porque las ratas han sido el objeto de investigación principal en la ciencia. Pero cuando hablamos de los cefalópodos, de los artrópodos…, no sabemos tanto. Por eso, si alguien me pregunta si un insecto sueña, yo diría que ahorita no tenemos la evidencia, pero tengo que mantener la mente abierta a la posibilidad”, apunta Peña-Guzmán. “Lo que en este momento para mí resulta indudable es que todos los mamíferos sueñan, así como las aves y algunos peces. Y desde que mi libro se publicó en julio en inglés, ha surgido evidencia de que también los artrópodos sueñan”.
Chimpancés en el Bioparc de Valencia.
Chimpancés en el Bioparc de Valencia.
MASSIMO INSABATO (MONDADORI / GETTY IMAGES) (EL PAÍS)
De las aves, como afirma en Animales habladores (Taurus) la filósofa neerlandesa Eva Meijer, también está contrastada su capacidad para transmitir información por medio de sus cantos. Los murciélagos tienen nombres para llamarse unos a otros; hay primates que aprenden palabras humanas y muchos animales que usan las suyas propias. Cada grupo de ballenas, por ejemplo, cuenta con su propio dialecto, y en el vocabulario de los elefantes hay un término que significa humano y, al mismo tiempo, peligro. También hay maneras de hablar sin recurrir a la voz y a las palabras. Una especie de pez loro muestra la imagen de un ojo en la cola cuando se acerca un depredador, y las abejas bailan, hacen ruido y emiten señales químicas para contarse dónde encontrar comida. “Los lenguajes animales pueden incluir olores, gestos, movimientos, colores…”, enumera Meijer, que cree que “mirar el lenguaje desde la óptica animal nos ayuda a entender mejor el concepto de lenguaje, y mirar a otros animales desde la óptica del lenguaje nos ayuda a entender mejor sus vidas interiores y sociales”.
Peter Singer: “Reconocemos la inteligencia de perros y gatos, pero no la de los animales que comemos”
Los animales hablan, los animales sueñan, los animales piensan la muerte, los animales son compasivos. Los animales, incluso, podrían crear con intención estética, como ya planteara en 1965 el filósofo francés Étienne Souriau en El sentido artístico de los animales, editado en castellano por Cactus. Los animales entretejen sus vidas con las nuestras, como relata la antropóloga Deborah Bird Rose en el libro de memorias El sueño del perro salvaje (Errata Naturae), o como desgrana la autora Marta Segarra en el ensayo Humanimales (Galaxia Gutenberg). Los animales, hasta los más infravalorados, se valen de estrategias ingeniosísimas, como defiende el entomólogo Jairo Robla en La astucia de los insectos y otros artrópodos (Guadalmazán). Los animales, en fin, merecen ser objeto concienzudo de estudio, tal y como propone el filósofo Ángel García Rodríguez en El pensamiento de los animales (Cátedra). Aunque si hay uno que ya ha capturado la atención de investigadores y público, ese es el pulpo, molusco fascinante sobre el que fabula (entre otros relatos) la filósofa belga Vinciane Despret en su reciente Autobiografía de un pulpo (Consonni). “Habitamos un mundo vivo, un lugar en el que muchas especies crean significado”, condensa Meijer. “Otros animales se relacionan, cuidan unos de otros, sienten amor y pena. Esto es reconfortante porque hace del mundo un lugar más hermoso y rico, pero hace más grave nuestro abuso de los animales”.
La consideración de la complejidad de la inteligencia animal desemboca en una ineludible revisión de nuestra propia conducta. Toca, pues, hacer examen de conciencia. “El interés por los animales y su protección está creciendo en muchos países, y ahora mismo parece haber cobrado especial fuerza en España, donde ha llevado a una importante reforma de la ley”, señala el reconocido filósofo australiano y símbolo de la lucha por los derechos de los animales Peter Singer, cuyo libro de 1998 Ética en acción (Plaza y Valdés), la biografía que trazó del activista Henry Spira, acaba de ver la luz por primera vez en castellano. La realidad de la cognición animal conduce a deliberaciones morales que apelan a las leyes y a conceptos como la justicia global y la reorganización social, así como también a decisiones personales como la de comer animales. “Reconocemos la inteligencia de perros y gatos, pero con los animales que comemos adoptamos una actitud diferente, nos negamos a reconocer su inteligencia”, asegura Singer. “Eso es una forma de especismo. No el habitual, el que durante milenios nos ha hecho pensar que los humanos somos la imagen de dios y tenemos un estatus moral del que carecen otros animales, sino uno diferente: el que dicta que los perros y los gatos gozan de un estatus moral que implica que no está bien hacer con ellos lo que sí hacemos de manera rutinaria con las vacas, los cerdos, los pollos y los peces”.