EL PAÍS
SALVADOR CAMARENA
Meses ha ya que todo el país sabe que el líder nacional priísta es un cadáver político. Se sabía igualmente que por estar insepulto, porque panistas y perredistas no se deshicieron debidamente de él, Alito sería un peso muerto, un costo en la imagen, en las encuestas, en las posibilidades de la alianza opositora. Así que a pocos debería sorprender que finalmente le debamos el desmoronamiento de la coalición que quiso enfrentar al presidente López Obrador.
Alito hizo lo que mejor sabe. Vio por él, y solo por él. No le importó México, ni la oposición, ni su partido. Acorralado, y amenazado por un régimen que sí cumple sus amagos de encarcelamiento, Alejandro Moreno rompió el pacto opositor, pisoteó sus palabras y bebió con buena cara y verborrea intacta el cáliz que le ofreció el régimen.
Alito recibió instrucciones del Ejército y entendió que era su última oportunidad. Ese tren llamado libertad se le iría si no acataba la instrucción castrense de proponer, y aprobar, una reforma constitucional para perpetuar cuatro años la entrega de la seguridad a las fuerzas armadas.
Vaya forma en que ha iniciado el presidente su quinto año de gobierno. El Ejército es tan leal que hasta se presta para ser usado de ariete político para desfondar a la oposición. ¡Firmes!
El cambio de régimen va requetebien. Sin oposición organizada a la vista. Con partidos opositores en tobogán hacia la irrelevancia. La alianza opositora ha muerto, ¿vivirá de nuevo la oposición?
La alianza opositora fue un engendro que buscó transformar su defecto en virtud. Los partidos Acción Nacional, Revolucionario Institucional y de la Revolución Democrático representan todo lo que el aullido ciudadano repudió en las urnas en 2018.
Tras esa derrota se instaló en esas fuerzas lo más parecido al cinismo: no es hora de mea culpas suicidas, dijeron una y otra vez. La amenaza del populismo nos infundirá vida. Los electores volverán arrepentidos de su veleidad.
Movidos más por una nostalgia del pasado inmediato, incapaces —incluso puertas adentro— de cualquier autocrítica, chatos de ideas, más endogámicos que la realeza y negados a conceder que AMLO es una respuesta a sus regímenes de corrupción, negligencia y cochupos, PAN, PRI y PRD creyeron que decir no al presidente alcanzaba para sobrevivir el sexenio dentro del presupuesto.
En cada elección estatal la realidad les ha dado un varapalo, pero ellos se niegan a entender que o se renuevan en serio, o encuentran un discurso original, sincero y creíble, y unos voceros presentables del mismo, o —de lo contrario— terminarán reducidos a los márgenes de la política.
Encima, esta semana perdieron lo único que tenían: se les cayó el montaje de eso que juraron para siempre, de eso que les daba esperanza: la unidad.
Cuando ocurrió la elección intermedia, algunos analistas suspiraron aliviados. Se había conjurado, pensaron y dijeron, el peligro de más reformas constitucionales promovidas por Andrés Manuel. Qué equivocados estaban. Y como ellos, cuán errados e ingenuos fueron PAN y PRD al amarrar su destino al PRI para incluso impedir otras iniciativas, para actuar en conjunto.
Cierto que en esos comicios de 2021 algunas zonas urbanas parecieron dar la razón a quienes promovían una oposición coaligada. AMLO fue derrotado en algunas entidades e incluso perdió posiciones clave en su bastión capitalino. El presidente no ocultó su enojo, pero además de rumiar amargura, en ese medio tiempo decidió cambios para la parte complementaria. Nuevo secretario de Gobernación, nuevos operadores de padrones, regaño y sacudida a Claudia, y asalto a una oposición que con muy pocas victorias se emborrachó de optimismo.
PRI, PAN y PRD, y algunos de sus patrocinadores (incluidos comentaristas) subestimaron al ocupante de Palacio Nacional.
Pero antes que un mérito del presidente, la alianza opositora ha colapsado porque tenía pies de barro, porque no fue anclada en los partidos, en sus militancias, en sus programas, en la propuesta de un futuro, sino en sus líderes, y para más INRI en estos liderazgos.
Porque la alianza es genuinamente prianista. Al PRD más le habría valido disolverse en una nueva iniciativa progresista a terminar abrazado de Alito Moreno y del panista Marko Cortés, dos exponentes de la clase política que la izquierda siempre combatió y padeció. Hoy el veterano Jesús Zambrano cosecha la vergüenza de haberle creído al PRI de Peña Nieto, y al PRI actual.
El daño no está hecho. Apenas comienza. Los divorcios son traumáticos y no pocas veces ambas partes pierden casi por igual. Alito Moreno desfondará lo poco de credibilidad que le quedaba al PAN.
Vaya dilema el de Marko Cortés. Su aliado, quien le robó papeles protagónicos, quien tuvo el liderazgo al desechar la iniciativa de reforma eléctrica del presidente, lo ha exhibido como un político ingenuo. ¿Hay peor combinación que la que formulan esos dos términos juntos?
Cortés tiene más gobernadores y más asientos en el Congreso. Pero no era el piloto de la alianza opositora. Esa plaza la ocupaba quien esta semana dijo que no rompe con sus socios opositores pero servirá al gobierno. Y por si fuera poco le servirá en una materia nada baladí: será el instrumento de más militarización para México. El PRI traiciona al país, una camiseta que diga.
Esa tendencia irresponsable y convenenciera no es novedad. Lo supieron siempre los panistas de antes, lo aprovechan hoy los panistas corruptos, que los hay. Lo novedoso es que Marko Cortés haya creído que Alito, y los suyos, cambiarían su naturaleza porque estaban con él y contra AMLO.
El error más grave del líder nacional panista es haber sostenido a Alito mientras por meses éste era exhibido en audios que no por ilegales fueron inocuos o poco reveladores. Que los ataques provenían del gobierno era obvio, pero no bastaba para defender lo indefendible. Debieron saber que su máxima responsabilidad era que la alianza sobreviviera incluso si ellos caían o eran desplazados. Un pecado de soberbia, o un error de cálculo, o la vanidad de estos líderes, o todas las anteriores, sintetizan el funesto desenlace de la coalición que soñó incluso en disputar la presidencia en 2024.
La alianza eran ellos, y con uno de ellos está trapeando el piso el presidente. Y ese que está en el suelo tiene el desparpajo de jurar que la alianza vive, que su lucha sigue. El dilema de Marko es si se desembaraza de quien lo traicionó o lo perdona. El michoacano —qué novedad— no parece atinar el rumbo.
Es muy probable que Alito, en efecto, persista en el pináculo del PRI, que a su vez se convertirá, a lo mucho, en un archipiélago: un partido de posiciones de poder aisladas. Alito será el presidente de la desaparición, lenta pero inexorable, del partido que gobernó prácticamente todo un siglo a México. Hará historia.
Esa extinción será, lo vimos esta semana, sin honra; prestando pésimos servicios a la sociedad.
Y la hora de Marko llegará cuando aprieten más al llamado cártel inmobiliario, o cuando los gobernadores panistas empiecen a crujir porque, como dicen los ejecutivos locales a cada rato, nadie se puede pelear con el presidente. Y con la milicia empoderada, hay que agregar ahora, tampoco. A él también le tronarán los dedos marciales para apremiarlo a aprobar leyes.
En el PAN sobrevivirán, hay que decirlo, algunas voces rescatables. En el Congreso de vez en vez se escuchan algunas. Pero a diferencia del pasado, cuando también tuvieron contadas expresiones en los parlamentos o los gobiernos, la dirigencia de Acción Nacional no pugna por convencer que hay otra vía posible, sino por sobrevivir dentro del erario. Esa es la prioridad de Marko y camarilla que le acompaña desde hace rato.
A excepción de Movimiento Ciudadano, con tanto que mostrar pero tan lejos de realmente hoy pesar, la oposición es la gran ausente en el cambio de régimen.
Históricamente, la alianza duró lo que un suspiro —o mejor sería decir que duró lo que una nota de clarín militar—, o más precisamente: lo que tardó Alito en doblar la cerviz, genuflexión con la que terminó de arrastrar a PRI y PAN. Pocos realmente los va extrañar.