Jorge E. Franco Jiménez.
En esta semana, el Congreso de la Unión, aprobó la incorporación de la guardia nacional a la Secretaría de la Defensa nacional, a pesar de las múltiples y complejas criticas que se hace a ese modelo de seguridad pública que transita entre la militarización y su disfraz de civil que constitucionalmente regula el artículo 21 de la Constitución, cuestión que contrasta con una realidad que transita entre la ineficacia del estado mexicano de proteger, tutelar y garantizar los derechos humanos del habitante de la República Mexicana, con policías bajo el mandato de naturaleza civil y los deseos de concentración del poder autoritario del gobernante que, con ese pretexto de desconfianza en las diversas corporaciones policiacas, se apoya para atemorizar a una sociedad sometida a la delincuencia organizada y la que no lo está.
La praxis de las políticas sobre seguridad pública, encapsuladas en un Sistema de Seguridad Nacional, se sustenta en el poder disuasivo que deriva de la fuerza legal del estado, para prevenir, investigar y perseguir la criminalidad, con el fin de mantener el orden y la paz públicas. En este periodo de gobierno, bajo la premisa de besos y abrazos y no balazos, apreciamos que con ello hay un incremento de frecuencia, que no solo atemoriza a la población, sino que la somete, mediante la permanente ola de violencia, con un buen número de homicidios, secuestros, desapariciones, feminicidios por acciones del crimen organizado, como del ejercicio de la seguridad pública que, en la actualidad se da en un contexto de intimidación que deriva de condiciones auspiciadas por el gobierno con esa política, para justificar el que se ponga cargo de la Sedena a la Guardia Nacional de por sí ya militarizada, en tareas de seguridad pública interna, cuyos antecedentes de participación en estos asuntos, no acreditan un resultado positivo, sino de riesgo mayor.
En un diplomado sobre Derechos Humanos que están impartiendo expertos en esa materia componentes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, conocí el gran número de casos en que militares fueron denunciados por diversos actos de agresión grave a la población civil, ante organismos defensores de derechos humanos, en los que resaltan violaciones de mujeres y desaparición y asesinato de personas que parece son la especialidad de las fuerzas armadas, para alterar evidencias, sin dejar huellas o rastros de las personas que son detenidas y no encontradas, de lo cual hay datos desde 1968; hechos en los que, miembros de las fuerzas armadas, han cometido delito graves y, recientemente el presunto homicidio de una menor, bajo la simulación de un enfrentamiento, al parecer inexistente entre grupos de la delincuencia organizada que, ahora se pretexta como causa de la muerte del menor que no tiene justificación alguna, precisamente porqué se trata de ser indefenso, sin embargo, el poder, desvirtúa esa realidad de agresión social.
¿Cuál es el objetivo de que el gobierno en turno permita y tolere ese estado de cosas bajo la premisa de que la violencia motiva más criminalidad? Parece ser que, como nos muestra la práctica oficial, provocar un contexto de terror social para legitimar la consolidación del autoritarismo presidencial, mediante el encaje de la Sedena en labores de seguridad interna, ante la ineficiencia de los gobiernos de los tres niveles para brindar ese servicio civil y garantizar la seguridad ciudadana tanto en cuanto a su vida e integridad personal como patrimonial que hoy. están en una situación de riesgo empeorado.
Casos como el de Atenco, Chihuahua, Guerrero, Oaxaca muestran hechos graves a cargo de miembros del ejercito en labores de seguridad publica que concluyeron en violaciones de mujeres, desapariciones, femicidios que, de acuerdo con especialistas, trato de inhibir el constituyente de 1917, cuando se fijaron los limites de las funciones del ejercito en que se cita que “El Congreso Constituyente de 1917 impidió en tiempos de paz que las fuerzas armadas realizaran actividades que no tuvieran estricta conexión con la disciplina militar. Es decir, en principio y mientras no exista una declaración formal de guerra, las autoridades militares deben permanecer en sus cuarteles, pues están constitucionalmente impedidas para realizar labores de seguridad pública. La prohibición referida consta desde la Constitución de 1857, retomada por el Constituyente de 1917, en el artículo 129 constitucional y vigente a la fecha sin modificaciones o adiciones, permaneciendo en nuestro orden jurídico como un pilar del pacto institucional del país, cuyo texto literalmente establece: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar.”
La SCJN resumió la intención original del Congreso Constituyente de 1857 al adicionar esa prohibición, destacando la exposición del Diputado Ponciano Arriaga en que el legislador constituyente afirma lo siguiente: “gobernar la sociedad, son atribuciones de la autoridad (…) y los funcionarios militares nada tienen que hacer, por sí y ante sí, si no son requeridos, mandados o autorizados por las potestades civiles.”, sin embargo matizó este lineamiento, en una jurisprudencia que determina que es posible que el Ejército, Fuerza Aérea y Armada en tiempos en que no se haya decretado suspensión de garantías, puedan actuar en apoyo de las autoridades civiles en tareas diversas de seguridad pública. Pero ello, de ningún modo pueden hacerlo “por sí y ante sí”, sino que es imprescindible que lo realicen a solicitud expresa, fundada y motivada, de las autoridades civiles y de que en sus labores de apoyo se encuentren subordinados a ellas.
En mi opinión el Congreso de la Unión política no se ajustó a ese parámetro.
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