Síndrome Shakirita

EL PAÍS

BORIS IZAGUIRRE

Agosto se ahoga con un baño en la playa de La Concha en San Sebastián. A las 10 de la mañana, amables donostiarras recorren la arena húmeda saludando con esa manera cordial y distante tan distinta a otros españoles. Así son los saludos en La Concha y lo agradezco porque estoy pendiente de las olas que parecen enredarse entre ellas, de las barcas meciéndose en su desorden predecible, y medio sumergido, pienso en Gerard Piqué y su nueva novia de 23 años, Clara Chía. La noticia retumbó en mi móvil durante la madrugada y vi las imágenes, robadas durante un concierto de Dani Martín. “Pero si es casi una réplica de Shakira”, musité, para no despertar a mi marido.

No es igual, pero sí más controlable. Lo peor del síndrome Shakirita, que es como se podría llamar esta situación, es el aliento de mala educación machista que desprende. Piqué, que es padre de dos hijos con la cantante, se separa y recupera el amor con alguien que se peina y se ve igual a su ex, pero más joven. Más controlable. ¿Por qué hace algo así? Aunque la prensa rosa lo celebra con ese terrible “ya no se esconden”, sus padres deben estar disgustadísimos. En Miami a Shakira se la ve más relajada, con gesto ausente pero sin esa crispación que al final le sobrevino viviendo en Barcelona. Recuerdo a Ava Gardner, que lo dio todo en la España de los años cincuenta, hasta que, según sus memorias, Fraga Iribarne le presentó la factura de sus impuestos. Se fue y nunca más volvió. Sus chismes siguen llenando esa etapa gris de nuestro país con glamour y desenfreno. Shakira también ha dado un portazo. Regresa a la controlada plasticidad de Miami con sus hijos, familiares y mucamas y nos deja al ex, a la Shakirita y a la Agencia Tributaria para que lo resolvamos sin ella.

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San Sebastián, cuando quiere, es muy francesa. Y cuando no, es española, y la combinación es trepidante, pero se resuelve. Llegamos en plena Semana Grande, huyendo del calor y sumándonos a los que disfrutan del norte. Las calles se llenan de personas buscando pinchos y buenos helados, esperando los fuegos artificiales que cada día organizan empresas de pirotecnia de distintos países y comunidades. El viernes los fuegos son cortesía de Italia y la expectación es máxima. Algunos los encuentran faltos de mascletà, otros defienden su sutileza. Los fuegos fascinan por su explosiva destreza y su efímero placer, igual que las olas, parecen mezclarse entre ellos y hacer de sus estallidos remolinos que se abrazan en la noche. Así es la fina cortesía donostiarra.

Durante la visita al Chillida Leku, siguiendo las explicaciones de Mikel, nieto del escultor, nos quedamos de piedra ante el parecido físico entre ellos. Mikel es delicioso y vasquísimo. Próximo y seductor pero ya con esposa y dos hijos, con tono de voz grave explica cada escultura al mismo tiempo que nos desvela la personalidad del abuelo. Todo siempre en familia, el País Vasco es muy familiar. Alguien desliza que ahora el espacio está financiado y manejado por la galería suiza Hauser & Wirth, que no son de la familia. Los nietos y herederos se convierten entonces en otro tipo de esculturas, responsables de transformar la visita en una “experiencia”, hacernos sentir como si estuviéramos dentro de una docuserie de Netflix, estilo La Marquesa.

Mientras las olas continúan enredándose en La Concha nos sentamos en el presidentetzaren palkoa del estadio de Anoeta, invitados por el presidente de la Real Sociedad, Jokin Aperribay para asistir al partido entre la Real y el Barça de Piqué. Hace años que no abrazaba a Joan Laporta. “Estás más delgado, yo mayor y más…”; no le dejo terminar la frase y en el abrazo me interroga si estoy allí por el Barça. Oculto mi respuesta como puedo. En la primera parte los anfitriones juegan muy bien y empatan. Durante el descanso observo cómo Laporta, con un pincho en la mano, y su equipo, se esquinan y dan vueltas entre sí como los fuegos artificiales. Con la segunda parte empiezan los goles del Barça. Escucho decir que en ese triunfo se perfila el nuevo Barça, el equipo soñado por Xavi. En los monitores veo a Piqué, el novio de Clara Chía, la Shakirita, sentado en el banquillo. Es como si lo viera escrito en la arena: fin de una época.