Héctor Torres Maubert
Parte de Novedades…
Las guerras nos inspiran un horror especial, tanto porque destruyen los vínculos que mantienen unidas las sociedades, como porque a menudo se caracterizan por una violencia desatada contra la facción rival.
Semana Santa bajo asedio
El trabajo del historiador francés nacionalizado mexicano y miembro del Colegio de México Jean Meyer sobre la guerra cristera ya es un clásico de la historiografía mexicana. La Cristiada, que apareció en 3 volúmenes en la editorial Siglo XXI, es la restitución monumental del conflicto que le quitó la vida a casi 250 mil personas entre 1926 y 1929. Es, por tanto, el mejor acceso para un lector que quiera entender las circunstancias y las consecuencias de la política jacobina del general Plutarco Elías Calles y los focos de rebelión que protegían templos y sacerdotes, al grito de “Viva Cristo rey”. Los combatientes cristeros estaban mayoritariamente localizados en los estados de Jalisco, Michoacán, Guanajuato, Zacatecas, Nayarit y Sinaloa. Pues bien, ahí encontrarán los curiosos una estampa inaudita en la historia de un país tan eminentemente religioso (particularmente, católico) como México: las celebraciones de Semana Santa, a partir del decreto de la ley Calles de 1927, tuvieron que cancelarse o llevarse a cabo con protección armada, es decir bajo asedio.
El 21 de junio de 1929 finalizó la Guerra Cristera. Este conflicto armado también recibió el nombre de Guerra de los Cristeros o Cristiada y comenzó en agosto de 1926. Los cristeros fueron aquellos mexicanos católicos y conservadores que resistieron con su levantamiento la aplicación de la ley impulsada por el presidente Plutarco Elías Calles.
Conocida como Ley Calles, se expidió el 14 de junio de 1926 con el fin de acotar el culto y sacerdocio católico en México conforme a lo establecido en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en 1917: no reconocimiento de personalidad jurídica a las iglesias ni de su derecho a poseer bienes raíces, no participación del clero en la política y prohibición de impartir culto fuera de los templos. También planteaba la reducción del número de sacerdotes.
El sucesor de Calles fue Emilio Portes Gil (1928-1930), quien ocupó el cargo con carácter de interino, pues el presidente electo, el general Álvaro Obregón, había sido asesinado en julio de 1928 por José de León Toral, un joven cristero, aunque se sabe que no fue el único que le disparo. Ante la crisis nacional por los tres años de la guerra ―cuyo costo humano alcanzó las cifras de 250 mil muertos y similar cantidad de refugiados hacia los Estados Unidos―, tanto el mando cristero como la Santa Sede, su aliada, y los gobiernos de México y los Estados Unidos, aliado éste del mexicano, decidieron poner fin a la contienda. En ese lapso el ejército mexicano había aumentado su número de efectivos de 50 a más de 75 soldados para poder luchar contra los fervientes cristeros.
Así, el 21 de junio de 1929 se firmaron unos acuerdos redactados por Dwight W. Morrow, quien era embajador estadounidense en México. Carecían de valor oficial, debido a la falta de personalidad jurídica de la Iglesia, pero no de voluntad conciliatoria. Además del embajador, los firmantes fueron el presidente Portes Gil, el arzobispo de Michoacán y delegado apostólico Leopoldo Ruiz y Flores, y el obispo de Tabasco Pascual Díaz.
Nada cedió el Estado en estos tratados, el único condicionante fue la salida del país de los prelados que habían apoyado abiertamente el levantamiento ―José María González y Valencia, arzobispo de Durango, y José de Jesús Manríquez y Zárate, obispo de Huejutla, Hidalgo― y Francisco Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara, quien si bien se mantuvo oculto durante toda la guerra era considerado líder de los cristeros.
A cambio se ofreció lo siguiente: amnistía a todo cristero que rindiera las armas y devolviera a la nación templos o casas no pertenecientes a alguna administración gubernamental. Los batallones cristeros estaban formados mayoritariamente por campesinos de Jalisco, Guanajuato. Colima, Nayarit y Michoacán, pero cualquier católico que se alzara en defensa de su Iglesia pertenecía al movimiento, sin distinción de estrato social, género o edad.
En su informe presidencial ante el Congreso el 1 de septiembre de 1929, Emilio Portes Gil informó de la situación a favor del movimiento cristero: reanudación del culto católico en las iglesias, siempre y cuando los sacerdotes de ese credo se sometieran a las leyes del país, por lo cual 858 templos ya habían sido entregados a la Iglesia Católica.
A través de documentos oficiales se sabe que, “al iniciarse el movimiento, los cristeros tenían la esperanza de tomar el territorio norte de México y, con el apoyo de distintas organizaciones católicas en distintos países, incluido los Estados Unidos, ser reconocidos como parte beligerante y obtener los derechos internacionales que tal condición les permitía: acceder al poder como contendientes en una guerra civil, desconociendo a la autoridad gubernamental y controlando una parte del territorio, donde podrían tener su propio gobierno, ejército y planteamiento político”.
No lo lograron, y después de tres años de guerra estaban agotados y diezmados. Eso fue lo que los llevó a aceptar la paz. Sin embargo, esta sería temporal.
Aunque oficialmente la Cristiada terminó el 21 de junio de 1929, durante más de diez años siguieron los alzamientos de grupos católicos armados contra el laicismo gubernamental mexicano. Los conflictos amainaron realmente cuando el Estado mexicano asumió, después del gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, la libertad de cultos, la extinción de una educación con fundamentos socialistas y la apertura de las iglesias a culto público. Era la década de 1940. Pasaron casi cinco décadas más para que estos puntos se asumieran a nivel constitucional.