Cipriano Miraflores
Gobernar sin afanes autoritarios es alejarse a buena distancia de las malas artes del poder y acercarse al juego sutil, eficaz, dialogante, razonable de gobernar con éxito, con legitimidad y con gran respaldo de la opinión ciudadana.
Gobernar, con gestos y discursos, cambiar malos climas políticos, darles cauce institucional, sortear escollos, reagrupando equipos, mejorando relaciones mediante la astucia, la determinación en ciertos casos, es gobernar a distancia de martillazos autoritarios.
Esta forma de gobernar requiere de una amplia y formidable cultura política democrática que toma distancia de las culturas políticas parroquiales y patrimonialistas, desde luego, lejos de la necesidad de caudillos, jefes políticos, mesiánicos, populistas y demagogos.
Ser gobernante democrático requiere de talento, personalidad y de gran visión. Este tipo de gobernantes se requieren en los grandes cambios, en las grandes reformas, pero al no encontrarse es fácil ser sustituidos por autoritarios, demagogos y populistas.
La visibilidad de los gobernantes autoritarios contrasta con la invisibilidad de los gobernantes democráticos, estos gobiernan suavemente, casi sin peso, sin abrumar, son pues eficientes.
Para los gobernantes democráticos suele ser un verdadero problema asumir el poder político en tiempos de fanáticos, de dogmáticos, de fundamentalistas, de masas –pueblo. Es inteligente no aceptar sus dictados, como tampoco sus reglas del juego.
Al contrario, el gobernante autoritario los encabeza, los ideologiza, la usa, pero con el tiempo se verá envuelto en sus deseos irracionales, puesto que converger en sus reglas, se vuelven más exigentes, intolerantes y audaces.
El líder democrático, en cambio, gobierna a los intolerantes, es decir, busca encausarlos, agruparlos, influenciarlos, ceder y retroceder en su relación con el ellos. Toma el tiempo necesario hasta debilitarlos y finalmente, extinguirlos. El gobernante democrático los vuelve, inteligentemente, en cenizas, el gobernante autoritario los vuelve en volcán, una horda de reclamantes de supuestos derechos ganados en campos de batalla, al final, se empoderan, el gobernante autoritario se subsume en ellos hasta caer en el olvido. La razón del poder es más poderosa que la sinrazón de los fanáticos.
Para vencer a los fanáticos, lo primero que hay que hacer es comprenderlos, saber de sus motivaciones y creencias. Recuérdese que los fanáticos son disciplinados, tanto teórica como en práctica, son dedicados y de fuertes convicciones. Para vencerlos, es necesario saber y comprender el subsuelo de sus ideas, de su mentalidad, qué los mantiene vivos y en acción, qué tanto tocan en lo religioso en sus ideas y acciones, sus actos son de fe o de motivaciones políticas, gozan de delirios mesiánicos, de primitivismo ideológico o simplemente representan la banalidad política del líder.
Al gobernante demócrata le es consustancial el uso adecuado del lenguaje, debe ser un maestro del buen decir, de impactar y motivar en una sola frase. Esto se logra si se es claro, diáfano, sencillo, regularmente directo, sin darle muchas vueltas a las cosas, saber exactamente a qué públicos se está dirigiendo, los debe tener en la mente y en el corazón, a veces, no muchas, solo por ocasión, en el hígado.
Tiene que ser eficaz en uso del lenguaje cuidando siempre de los momentos de la veracidad. La verdad política no es lo mismo que la verdad moral. La verdad política salva a los pueblos, la verdad moral solo salva al individuo. La verdad política es histórica y situacional, la verdad moral es total e universal. La verdad política gana ciudadanos, legitimidad y estabilidad de gobiernos, la verdad moral es solo para ganarse así mismo. Pero frente a un gobernante discreto y limpio el asunto, a veces, sale sobrando.